Koh Kradan

Hay una isla en el mar de Andamán llamada Koh Kradan. Yo sólo recuerdo felicidad allí. También hubo una tarántula junto al váter y una serpiente en mitad del camino al restaurante y medusas microscópicas en las aguas turquesas, pero yo sólo recuerdo felicidad.

Koh Kradan estaba apartada del mundo, no la conocían ni en la Embajada de Tailandia a donde fuimos a preguntar. Si conseguimos llegar fue porque confiamos en que las fotos de Google eran correctas y porque un taxista tenía un amigo pescador que tenía una barca…

Me he acordado por lo del amanecer. Lo del amanecer fue lo mejor y sin embargo casi todo, recordado por separado, fue lo mejor.

Un día salimos a pasear por la playa. Una playa como de isla desierta, con ramas abandonadas por el oleaje, y cocos arrastrados por las mareas. A la izquierda teníamos el mar y a la derecha la selva pura, la selva paleolítica de hojas gigantes y mosquitos grandes como pájaros pequeños. El cielo parecía azul, las nubes parecían blancas pero de pronto comenzó a llover de forma torrencial. No nos importaba mucho mojarnos, al fin y al cabo estábamos en bañador y camiseta, pero aun así buscamos dónde resguardarnos. En medio de aquella selva había un refugio, una techumbre que alguna vez fue el porche de una pequeña vivienda, desvencijada por el paso del tiempo. Las gotas resonaban ruidosas en el techo. Más sorprendente que aquel refugio justo cuando buscábamos uno, eran algunos de los objetos que alojaba, una gran mesa rectangular cubierta por completo de las hierbas que habían crecido en la madera, una mecedora desvencijada y ¡una rueca! Una rueca como la de la Bella Durmiente. Tan auténtica que sólo le faltaba la bruja con su sonrisa perversa.

Bajo aquel refugio y mientras llovía a mares nos besamos mucho rato, sin ninguna prisa. Cuando abrimos los ojos, una araña verde flotaba a la altura de nuestra cara. Al soplarle, subió veloz por un hilo invisible.

Otro día dimos una vuelta en kayak sobre las aguas transparentes y le echamos migas del pan del desayuno a los cientos de peces de colores que se nos acercaban.

Trasnochar era fácil, madrugar imposible, sin embargo una noche, mientras jugábamos a las cartas en un bar de cañizos en el que sólo estábamos nosotros, decidimos madrugar para ver amanecer sobre el mar. Nuestra habitación era de las que estaban en medio de la playa, arena y algunas palmeras por los cuatro costados y la orilla a quince metros de la puerta.

Sonó la alarma del móvil, levanté la mosquitera que, colgada desde el techo, cubría la cama como un dosel, descorrí las cortinas de la puerta de entrada, que era de cristales y me volví a meter en la cama. Se oía el pausado ritmo de las olas al romper en la orilla, el crujir de los troncos de las palmeras mecidas por la brisa del amanecer. Pusimos almohadones en la cabecera y dejamos que la modorra nos acompañara mientras la Tierra, la enorme piedra redonda que es la Tierra, giraba lentamente en el espacio y nos iba dejando ver poco a poco la luz del sol.

Aquello fue nuestra felicidad y, ahora que no lo tenemos, es nuestra infelicidad. ¿Qué podemos hacer con esa manida frase de que el dinero no da la felicidad? Si tuviéramos dinero estaríamos tendidos de nuevo en una playa tailandesa por los siglos de los siglos, disfrutando de cómo el sol asciende sobre el horizonte en un ciclo cósmico que está más allá de nuestras preocupaciones de anomalía universal orgánica, que es lo que la vida significa para el resto del universo.

Encierro

– Sí, sí, sí, yo la maté, yo la maté… – Roberto Alilla sollozaba sentado en el suelo de su celda de aislamiento, abrazado a sus piernas y con la frente apoyada en las rodillas.

La celda era un cubo, de tres metros de lado, pintada de un gris parecido al tono que adquiere la plastilina cuando se mezclan todos los colores. No tenía ventanas, las únicas irregularidades de su lisa uniformidad eran la rendija rectangular que enmarcaba la puerta cerrada de la celda, una bacinilla de acero inoxidable encajada en un rincón, una rejilla rectangular en una esquina del techo por donde se reciclaba el aire de la celda y un plafón redondo en el centro del techo que emitía una luz amarilla e inmóvil que no se apagaba nunca.

Le daban de comer tres veces al día. Una pasta insípida que tenía el tono de la pintura de la pared pero más verdoso. Esa fue la forma, al principio, de contar los días que llevaba encerrado. Su abogado le dijo que estaría en aislamiento diez años… silencio…

Diez años… silencio

Antes de cumplir un mes ya había perdido la cuenta. Cada dos o tres días aparecían varios carceleros tras la puerta, completamente cubiertos, como si fueran bomberos, que le gritaban que se desnudara y se pusiera contra la pared con los brazos en alto. Entonces abrían una manguera que lanzaba un chorro de agua fría enorme. Agua y algo más, algo ácido que le dejaba los ojos doloridos durante horas.

Ella era tan bonita, que no podía dejar de abrazarla, de apretarla, de apretarla tanto que se deshiciera entre sus manos. De apretarla hasta convertirla en polvo que pudiera respirar. Una belleza irresistible. Matar está mal, pero mi objetivo no era matarla, era tenerla tan cerca que sus células se mezclaran con las mías, fundirme con ella…

Roberto Alilla estaba tumbado en el suelo de su celda, hecho un ovillo. Quizá llevaba años allí, no lo sabía. Su mente había dejado de funcionar prácticamente, ya no repasaba sus recuerdos y hacía mucho que no pensaba que existiera un futuro. De pronto, por sorpresa incluso para él, comenzó a sacarse la camisola de su uniforme de preso y a doblarla en el suelo meticulosamente, primero un lado, después el otro, después las mangas, hasta que consiguió un rectángulo perfecto. A continuación se tumbó en el suelo boca arriba, sujetó la pieza de ropa con las dos manos y estiró los brazos de forma que ocultó por completo el plafón de luz amarilla. Entonces empezó a mover lentamente el rectángulo de ropa, muy lentamente. Al principio no se veía nada especial, pero al cabo del tiempo (minutos u horas), el borde superior comenzó a iluminarse más que los demás, podía ver pelillos de la fibra de la ropa que nunca antes había visto. El pequeño trozo iluminado se fue extendiendo por todo el lado del rectángulo de ropa hasta que, con la majestuosidad del sol del amanecer, el borde redondo del plafón apareció lentamente cegándolo hasta hacerle saltar las lágrimas.

Amanece en Gulshan 2

Aquella noche hubo un pequeño terremoto en Bangladesh. De 5,2. Dormíamos en una cama de aspecto japonés, lo cual no dejaba de ser paradójico, porque los japoneses duermen en el suelo, pero los adornos y las maderas oscuras con que estaba hecha recordaban a todo ese universo que tan bien cuenta Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra.

Mi mujer me despertó moviéndome el hombro:
– ¡Creo que ha habido un terremoto! – me dijo con cara de preocupación.

Me levanté adormilado, fui al salón y, efectivamente, los ventiladores que colgaban del techo se mecían suavemente de un lado a otro.

– No creo que vaya a haber otro – le dije. Y seguimos durmiendo.

A las seis menos cuarto, el muecín de la mezquita Azad, que estaba apenas a doscientos metros del balcón abierto de nuestra habitación, comenzaba el canto plañidero avisando del segundo rezo del día, el del amanecer.

Como cortinas utilizábamos unas telas transparentes de sari verde que hacían que todo se tiñera de ese color a medida que amanecía.

Me quedé boca arriba en la cama, mirándome la punta de los pies, mientras el canto continuaba. En las esquinas de la habitación teníamos unos troncos bajos, lijados y barnizados, en cuyas ramas cortas habían colocado unos cocos vacíos que hacían de macetas para varias plantas. Las cortinas se movían de vez en cuando con el aire que entraba por el balcón.

Estaba muy contento de estar allí. Unos meses antes, todavía en España, llamé al buzón de voz de Siglo XXI y dije:

– Aquí os quedáis en esta olla a presión, yo mañana me largo a Bangladesh, donde vive la gente más feliz del mundo.

Después me arrepentí de haber dejado aquel mensaje, porque era como abandonar a los pasajeros de un naufragio con una sonrisa cruel. Lo hice por rabia, por la rabia de vivir en un país en el que si eres músico, o escritor, o pintor sencillamente no puedes vivir de eso y si lo que haces es cualquier otro oficio, entonces puedes malvivir, sobrevivir.

Desde la calle subían ya los sonidos de los timbres de los rickshaws y los cláxones de los coches, que se convierten en un atasco permanente en sólo unos minutos. Yo era casi un recién llegado, todavía no sabía que aprendería a hablar bangla, a ser uno de ellos, a mover el cuello hacia un lado para decir vale, que me casaría allí. No conocía ni el Ramadán, ni el monzón, ni por qué la bandera del país es un círculo rojo sobre un fondo verde.

Me senté en la cama baja, con los pies en el suelo, durante un minuto más. Tampoco sabía que aún me quedaban cuatro terremotos más por vivir.

Reflexión de Mark Watney

Hace el mismo viento que ayer, noto cómo me empuja por el lado derecho. También oigo el crepitar de la arena sobre el traje y sobre la escafandra.
Aún no ha amanecido, he salido del Hub a esta hora justo para eso, para ver amanecer de nuevo en Marte.

El sol comienza a asomar por el horizonte. Es muy pequeño. Su tamaño y la gravedad reducida son los detalles que me hacen sentir que realmente no estoy en la Tierra.

Por ejemplo, sé que estoy radicalmente solo en este planeta. No sólo no hay otros seres humanos, sino que ni siquiera hay animales, ni plantas, y aun así siempre siento la presencia de algo más. No es nada esotérico, no creo que haya ningún ente sobrenatural que me está espiando, supongo que es simplemente la costumbre de estar rodeado de gente la que tiene a mi cerebro engañado. La inercia bioquímica, se llama eso, el cerebro es flexible, adaptable, pero se toma su tiempo. Supongo que me acostumbraré a estar solo y después me costará adaptarme de nuevo a estar en la Tierra. Si vuelvo.

El sol ya ha asomado por completo por encima de la línea del horizonte. Tan pequeño. Las sombras de los pedruscos que pueblan la llanura roja se van acortando paulatinamente. Parece todo tan terrestre que me dan ganas de quitarme el traje e irme a pasear por ese desierto inhóspito como si fuera el Principito. No aguantaría vivo ni un minuto.

Sólo me separan de la muerte los pocos milímetros de fibras sintéticas con que está construido el traje, aunque en realidad eso es una estupidez de pensamiento, porque, en la vida, siempre nos separan de la muerte unos pocos milímetros o centímetros de algo que nos protege. Antes de llegar a Marte eran las paredes del vehículo espacial que nos transportó hasta aquí y antes de salir de la Tierra era la atmósfera la que nos protegía… Bueno, eso no son unos pocos milímetros, aunque a escala planetaria la atmósfera es tan fina como un papel… La propia piel sólo son unos pocos milímetros de tejido vivo que me salvan de la muerte…

El sol ya ilumina completamente el paisaje rojizo y oculta a la vista la mayoría de las estrellas que, hasta hace un momento, se veían en el cielo. Aún se ve el punto azul de la Tierra. Dios mío, ha sido tan fácil venir desde allí. Casi como cruzar un río saltando de piedra en piedra. Si ahora tuviera el vehículo apropiado, con el combustible adecuado y con las reservas suficientes, podría ir a alguna de las lunas de Marte o incluso de Júpiter.

Mark, ¿no te gustaría volver a la Tierra y sentarte en un banco del parque a leer un libro sin llevar puesto un traje presurizado de cien kilos?, me pregunta mi voz interior. Pues sí, no estaría nada mal, me respondo sin dejar de mirar al puntito azul, pero la sensación de sentir bajo los pies esta enorme roca roja llamada Marte es algo que supera a todas las ganas de bancos, parques, libros y Tierra.

Maldita sea, creo que voy a morir aquí y no me importa ni lo más mínimo.

Don Quijote contra Iberdrola

Con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y cuando estaba a punto de embestir con el primer molino, el aire frente a él onduló como si fuera líquido y, junto con Rocinante, desapareció para asombro de Sancho que aún le daba voces.

Sancho, entonces, se acercó a esa rareza del aire a todo el correr de su asno y pretendió detenerse a mirar qué había al otro lado, pero su cabalgadura no frenó a tiempo y, por más que le jaló de las riendas, se colaron por la puerta desconocida sin poderlo evitar.

Fue sólo un segundo, una sensación de vacío en el pecho y en el estómago, un exceso de luz y otro de oscuridad y al momento ya estaban de nuevo sobre el campo por el que Don Quijote seguía a todo el galope que Rocinante le daba.

Lo que don Quijote y Sancho no sabían era que, aunque parecido, ya no estaban en el mismo campo donde habían encontrado los molinos de viento, sino unas leguas más al norte, en la Sierra del Romeral, perteneciente al municipio de Villacañas y éste a la provincia de Toledo, donde treinta y siete gigantescos aerogeneradores movían sus aspas blancas para convertir en energía eléctrica la fuerza del viento.

Hasta a Rocinante le extrañó lo que veía, pero espoleado por su amo, no pudo hacer otra cosa que embestir con todas sus fuerzas contra la base blanca del aerogenerador al tiempo que una puerta metálica se abría y salía silbando por ella un operario de mantenimiento, con su uniforme azul marino de letras blancas en la espalda, el casco blanco y el arnés de seguridad cruzado por el torso y las ingles. No esperaba este buen hombre, ni en el más alocado de sus sueños, que al salir al exterior donde habitualmente sólo se encontraba con los arbustos del campo manchego y el ruido del viento en las aspas, toparía con un caballero andante, lanza en ristre, presto a ensartarlo cual malandrín de libro de caballería.

Don Quijote, que seguía viendo a los gigantes, no había reparado en que los molinos de muela y grano se habían convertido en aerogeneradores de doscientos codos de altura. Peor aún, la transformación no había hecho más que reforzar su certeza de que eran gigantes encantados y que el operario que acababa de salir por la puerta ovalada no era sino un endriago o un vestiglo agazapado tras el gigante para ayudar a éste en la batalla.

– ¡Ay mi madre! – exclamó el operario cuando vio lo que se le venía encima. Y se escondió tras la puerta abierta, agarrándola con fuerza por el interior. Al instante la punta de la lanza golpeó la puerta e hizo una enorme abolladura por encima de la cabeza del operario. A continuación aparecieron otras abolladuras en la parte inferior de la puerta cuando Rocinante y don Quijote se estamparon contra ella y el operario vio cómo trozos de la armadura y la rodela rebotaban en los peldaños que subían a la entrada de la torre.

Cuando unos segundos después ya parecía que el ataque había terminado, el operario bajó los peldaños poco a poco para asomar la cabeza al otro lado de la puerta y cuál no fue su espanto al encontrarse, nariz con nariz, con el rostro ensangrentado y maltrecho de don Quijote que, al punto, alzó la espada lanzando la siguiente amenaza:

– ¡Válame Dios, que ni tú ni cien vestiglos que vinieran a ayudarte torcerán la fuerza de mi espada!

El operario, en un acto reflejo, arrojó a la cara de don Quijote las cuerdas de escalada que llevaba arrolladas al hombro y que había utilizado en el mantenimiento de la hélice del generador antes de encontrarse en tan surrealista trance. A continuación salió corriendo en dirección a su coche tan deprisa como le permitieron sus piernas y sin volver la vista atrás.

– ¡Sancho hermano, ayúdame con esta serpiente que bien terminará por quebrar todos mis huesos y tragarme de un bocado como se sabe que hacen con carneros enteros! – gritaba don Quijote, mientras Sancho se acercaba a la carrera espoleando a su asno.

Cuando llegó a la altura de su señor don Quijote, vio que la serpiente era soga y que si no atinaba a desenredarla se debía a que de una brecha que tenía en la ceja, la sangre que le manaba le había pegado los ojos haciéndole imposible ver más allá de un palmo de distancia.

Por el espejo retrovisor, y mientras el coche se alejaba a toda pastilla de allí, el operario pudo ver una escena que no olvidaría en los días de su vida, la viva imagen de don Quijote malherido en brazos de Sancho Panza, junto a la escalera de acceso a la torre de un aerogenerador de Iberdrola y a Rocinante, porque no podía ser otro, que no se había movido del suelo desde que, de un cabezazo, abolló la puerta metálica de la entrada a la torre.

¡A qué locos se les habría ocurrido montar semejante teatro!