Con la lanza en el ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante y cuando estaba a punto de embestir con el primer molino, el aire frente a él onduló como si fuera líquido y, junto con Rocinante, desapareció para asombro de Sancho que aún le daba voces.
Sancho, entonces, se acercó a esa rareza del aire a todo el correr de su asno y pretendió detenerse a mirar qué había al otro lado, pero su cabalgadura no frenó a tiempo y, por más que le jaló de las riendas, se colaron por la puerta desconocida sin poderlo evitar.
Fue sólo un segundo, una sensación de vacío en el pecho y en el estómago, un exceso de luz y otro de oscuridad y al momento ya estaban de nuevo sobre el campo por el que Don Quijote seguía a todo el galope que Rocinante le daba.
Lo que don Quijote y Sancho no sabían era que, aunque parecido, ya no estaban en el mismo campo donde habían encontrado los molinos de viento, sino unas leguas más al norte, en la Sierra del Romeral, perteneciente al municipio de Villacañas y éste a la provincia de Toledo, donde treinta y siete gigantescos aerogeneradores movían sus aspas blancas para convertir en energía eléctrica la fuerza del viento.
Hasta a Rocinante le extrañó lo que veía, pero espoleado por su amo, no pudo hacer otra cosa que embestir con todas sus fuerzas contra la base blanca del aerogenerador al tiempo que una puerta metálica se abría y salía silbando por ella un operario de mantenimiento, con su uniforme azul marino de letras blancas en la espalda, el casco blanco y el arnés de seguridad cruzado por el torso y las ingles. No esperaba este buen hombre, ni en el más alocado de sus sueños, que al salir al exterior donde habitualmente sólo se encontraba con los arbustos del campo manchego y el ruido del viento en las aspas, toparía con un caballero andante, lanza en ristre, presto a ensartarlo cual malandrín de libro de caballería.
Don Quijote, que seguía viendo a los gigantes, no había reparado en que los molinos de muela y grano se habían convertido en aerogeneradores de doscientos codos de altura. Peor aún, la transformación no había hecho más que reforzar su certeza de que eran gigantes encantados y que el operario que acababa de salir por la puerta ovalada no era sino un endriago o un vestiglo agazapado tras el gigante para ayudar a éste en la batalla.
– ¡Ay mi madre! – exclamó el operario cuando vio lo que se le venía encima. Y se escondió tras la puerta abierta, agarrándola con fuerza por el interior. Al instante la punta de la lanza golpeó la puerta e hizo una enorme abolladura por encima de la cabeza del operario. A continuación aparecieron otras abolladuras en la parte inferior de la puerta cuando Rocinante y don Quijote se estamparon contra ella y el operario vio cómo trozos de la armadura y la rodela rebotaban en los peldaños que subían a la entrada de la torre.
Cuando unos segundos después ya parecía que el ataque había terminado, el operario bajó los peldaños poco a poco para asomar la cabeza al otro lado de la puerta y cuál no fue su espanto al encontrarse, nariz con nariz, con el rostro ensangrentado y maltrecho de don Quijote que, al punto, alzó la espada lanzando la siguiente amenaza:
– ¡Válame Dios, que ni tú ni cien vestiglos que vinieran a ayudarte torcerán la fuerza de mi espada!
El operario, en un acto reflejo, arrojó a la cara de don Quijote las cuerdas de escalada que llevaba arrolladas al hombro y que había utilizado en el mantenimiento de la hélice del generador antes de encontrarse en tan surrealista trance. A continuación salió corriendo en dirección a su coche tan deprisa como le permitieron sus piernas y sin volver la vista atrás.
– ¡Sancho hermano, ayúdame con esta serpiente que bien terminará por quebrar todos mis huesos y tragarme de un bocado como se sabe que hacen con carneros enteros! – gritaba don Quijote, mientras Sancho se acercaba a la carrera espoleando a su asno.
Cuando llegó a la altura de su señor don Quijote, vio que la serpiente era soga y que si no atinaba a desenredarla se debía a que de una brecha que tenía en la ceja, la sangre que le manaba le había pegado los ojos haciéndole imposible ver más allá de un palmo de distancia.
Por el espejo retrovisor, y mientras el coche se alejaba a toda pastilla de allí, el operario pudo ver una escena que no olvidaría en los días de su vida, la viva imagen de don Quijote malherido en brazos de Sancho Panza, junto a la escalera de acceso a la torre de un aerogenerador de Iberdrola y a Rocinante, porque no podía ser otro, que no se había movido del suelo desde que, de un cabezazo, abolló la puerta metálica de la entrada a la torre.
¡A qué locos se les habría ocurrido montar semejante teatro!