Mármol blanco

— ¿Cuál es la historia de amor más rara que has tenido?
— Una vez me tiré a un griego.
— ¡Ja, ja, ja!, mujer, eso tampoco es tan raro.
— Bueno, era un griego del siglo II antes de Cristo.

La amiga se gira para mirarla, levanta las cejas e inclina un poco la cabeza hacia la derecha.

— Me enamoré de él en un museo. Vi su escultura y me puse tontísima.
— ¡Anda ya!
— Te lo juro. Tan desnudo, tan apetecible. Lo único que me atreví a hacer fue acariciarle un pie, pero ¡me moría de ganas de meter la mano por debajo de la túnica!, ¡Ja, ja, ja!

La amiga se ríe también.

— Bueno, ¿y cómo lo hiciste?
— Primero me enteré de su nombre, se llamaba Pinómedes de Nauplia. Busqué su obra y eran todo poemas de amor y de deseo. Te juro que un día me masturbé leyendo cómo hablaba de su piel encendida al ver a su amada, de la sangre caliente que sentía por dentro cuando ella suspiraba. Lo leí todo, lo averigüé todo. Me enamoré de sus rizos ensortijados, de sus brazos musculosos. Me lo imaginé vivo en su pueblo, hace más de dos mil años y perdía la respiración cuando pensaba en él.
— No me lo puedo creer.
— Créeme. Sentía como si fuera mi novio y se hubiera ido de viaje. Me levantaba por la mañana pensando en él y me imaginaba el calor de su mano sobre la mía cuando iba andando por la calle. Un día se me ocurrió algo pero me daba muchísima vergüenza hacerlo, y a base de darle vueltas y más vueltas, me acabé decidiendo. Tenía un compañero en la facultad que estaba bastante bueno y al que yo le gustaba mucho, sin embargo a mí no me interesaba nada, qué sé yo por qué, quizá porque era demasiado noodle.
— ¡Ja, ja, ja! ¡Demasiado noodle!, ¡pero qué dices!
— Sí, mujer, como los fideos transparentes, un poco viscosos, pegajosos, fláccidos. Esa sensación me daba él. Aun así, un día me acerqué y le dije, oye Roberto, a ti te gustaría acostarte conmigo, ¿verdad? Se quedó de piedra, ¡nunca mejor dicho!, ¡ja, ja, ja!, pero me dijo que sí. Le dije que me acostaría con él con dos condiciones, una, que tendríamos que hacerlo completamente a oscuras y otra que no podía hablarme. Lo único que le permitía era decir mi nombre si a él le apetecía.
— Qué loca.
— Pues lo hicimos. Vino a mi casa, lo cerré todo, apagué todas las luces y nos encerramos en la habitación completamente a oscuras durante horas. Nunca jamás ni antes ni después he tenido orgasmos tan intensos, tan mágicos y tan enamorados como los que tuve con Pinómedes.

En la aldea de Nauplia, hace dos mil doscientos años, en la oscuridad completa de la habitación, el poeta Pinómedes despertó con una enorme e inexplicable erección. A su lado oía la respiración calmada de la amante dormida. Se giró despacio y se acercó a ella, que dormía dándole la espalda, agarró el miembro con suavidad y la penetró lentamente. Eyaculó de inmediato mientras susurraba el nombre de una mujer extranjera.