– Y si lo que te gusta es tocar el bajo, ¿por qué no te dedicas a eso?
– Hombre, Álvaro, no es tan sencillo. Tengo cosas que pagar. Cuando llega el casero a fin de mes no puedo pagarle con una canción.
Álvaro me miró sonriente y se encogió un poco de hombros. Ahora, ocho años después, creo que podría haberme respondido: «Depende de por cuánto la vendas».
– Y tú ¿cómo lo haces para sobrevivir?, ¿no necesitas dinero?, ¿cómo lo has hecho para llegar hasta mi casa en Bangladesh?
– Bueno, fundamentalmente pedaleando –y sonríe, porque es verdad que ha llegado a mi casa en Dhaka pedaleando desde Asturias y pasando antes por África y Sudamérica–. No necesito mucho dinero, hay meses que no me gasto ni cincuenta euros. La gente se porta muy bien conmigo y me ofrecen comida casi en todos los sitios por los que he pasado.
Y debe ser cierto, pienso, porque yo mismo le he ofrecido techo y comida en cuanto apareció pedaleando por la concurridísima carretera de Narayanganj.
Por la noche, charlando con mi mujer en la semioscuridad del dormitorio, comentamos que Álvaro es un mendigo, que vive de lo que le dan los demás, y tengo sentimientos contradictorios. Por una parte pienso que no es justo que yo tenga una vida que no quiero tener porque decido entrar en el esquema de trabajar para ganar dinero para pagar lo que necesito para vivir, mientras que Álvaro se la pasa recorriendo el mundo en bicicleta y viviendo en gran parte de los demás. Pero por otra parte pienso que cada uno de los dos tenemos lo que nos hemos buscado, o al menos los caminos que hemos decidido recorrer.
Y como resultado de llevar ya unos años viviendo en Bangladesh, que es un país musulmán, siento de forma irracional que Dios provee, alhamdulillah. En realidad no pienso que sea el Dios canónico el que provee, porque no creo en esa figura, pero sí tengo instalado un sentimiento de permanente sorpresa ante cómo, habitualmente, los acontecimientos apuntan en una dirección y da igual lo que haga para evitarlo que al final acabamos yendo justo por ahí.
– Oye ¿podrías pasarme de alguna manera música para mi mp3? –me pregunta Álvaro mientras conversamos sentados junto a mi ordenador gigante de entonces.
Es 2010 y es Dhaka. Mi ancho de banda en casa era fino como un capilar y sin embargo era el mayor que se podía conseguir en Bangladesh en aquel momento. Dos megas dedicados.
– ¿Qué te gustaría tener? –le pregunto abriendo eMule.
– Aly Bain & Phil Cunningham, The Pearl.
Busco y encuentro.
– ¿Cuándo te marchas? –le digo para calcular si me da tiempo a descargárselo.
– Mañana quiero bajar hacia la frontera con India. Oye, por cierto, ¿sabes cómo cruzar por allí?
Le explico cómo cruzar el río Padma en el ferry, le busco mapas y se los imprimo, mientras tanto he puesto a descargar la música y quedamos que de alguna manera se la haré llegar por correo electrónico. Todavía no teníamos Dropbox, ni carpetas compartidas en la nube.
Por la ventana de la habitación en la quinta planta se oían los ruidos incesantes de la vida de Dhaka, los timbres de los rickshaws, las voces de los vendedores ambulantes de pollos vivos (¡murgiiiiir!) y de té caliente en termos y el graznido de los cuervos vigilando cada oportunidad de pillar algo de comida.
Cada uno tenemos el camino que hemos decidido recorrer, pensaba yo. Álvaro me hace soñar cuando me cuenta las cosas que le han pasado en África, y sin embargo yo no me iría en bicicleta a recorrer el mundo. No sé si yo le hago soñar a él cuando le cuento las cosas que me han pasado en Bangladesh y el resto de Asia desde que vivo allí.
Y mientras nos contamos batallitas, su bici descansa en la entrada de mi casa, cargada de bolsos, bolsillos y accesorios para llevar una vida a cuestas. Es un objeto impresionante, tiene muescas y arañazos por todos lados, las señales de las decenas de miles de kilómetros recorridos. Álvaro y yo no somos objetos tan impresionantes y nuestras muescas y arañazos las llevamos por dentro, pienso mientras sorbo un té caliente de Srimangal.