Martes 7 de septiembre de 2010. El capitán Andrei Lamanov y el primer oficial Yevgeny Novoselov charlan en la cabina del Tupolev Tu-154M. Son las tres de la madrugada y la noche está clara. Unos meses antes, en junio, a esta hora ya estaba el sol fuera. Hace 6 grados en el exterior, una temperatura agradable comparada con los cincuenta bajo cero que suele hacer en invierno.
Están en el aeropuerto de Udachny, en Yakutia, plena Siberia. Se dirigen a Moscú y el vuelo promete ser apacible. El clima es bueno y las nueve de la mañana es una hora fantástica para aterrizar cerca de Moscú. Tendrán todo el miércoles para descansar.
A las 3:22 han completado las tareas de chequeo necesarias para el despegue y la torre de control les da permiso para despegar. Cinco minutos después, el Tupolev trimotor acelera por la única pista del aeropuerto Polyarny y despega con elegancia en la fresca mañana siberiana.
A las siete de la mañana, cuando aún les quedan dos horas para llegar a su destino, en la cabina suena dos veces una alarma ascendente parecida a las antiaéreas de la segunda guerra mundial, pero con una duración de solo un segundo.
– ¿Qué pasa? –pregunta el capitán Lamanov.
– Se ha desconectado el piloto automático –le responde el copiloto Novoselov.
Durante unos segundos intentan volver a activarlo pero no lo consiguen. Abren el manual de vuelo y consultan las posibles causas de la incidencia. Cuando aún no han encontrado el motivo, otra alarma, esta de un tono plano que se repite cada segundo, comienza a sonar en el panel del ingeniero de vuelo.
– ¡Estamos perdiendo los sistemas eléctricos! –exclama el ingeniero con preocupación.
– Se nos ha ido también el sistema de navegación –añade el cuarto tripulante de la cabina.
– Control, Alrosa cinco uno cuatro, tenemos problemas con los sistemas eléctricos a bordo –informa por radio el capitán Lamanov.
– Recibido, Alros… –la respuesta de la torre de control se corta antes de terminar. Han perdido la radio y demás sistemas de comunicaciones.
Mientras sucede esto en la cabina, los pasajeros se encuentran tranquilamente en sus asientos, dormidos, leyendo, o mirando por las ventanillas la interminable y deshabitada tundra siberiana. El avión continua volando aparentemente con la misma normalidad que ha volado hasta el momento.
– ¡Se han apagado las bombas eléctricas! –exclama el ingeniero.
Las bombas eléctricas son las encargadas de llevar combustible desde los tanques externos al tanque del que se alimentan los motores, de manera que, aunque el combustible está ahí, dejará de llegar en breve.
– ¿Cuánto tiempo nos queda? –pregunta el capitán Lamanov.
– Unos treinta minutos –responde el ingeniero.
– De acuerdo, vamos a descender de inmediato, tenemos que aterrizar de emergencia –anuncia el capitán y empuja el timón hacia adelante para bajar el morro del avión.
Cuando el avión desciende por debajo de las nubes, los tripulantes ven la extensión inabarcable de la tundra siberiana serpenteada solo por un río del que desconocen hasta su nombre. Es el río Izhma.
Utilizan las cartas de navegación para calcular su posición y buscar el aeropuerto más cercano, pero no hay ninguno al que puedan llegar antes de que se les agote el combustible. El capitán decide entonces acuatizar el avión. Están volando a unos mil metros de altitud y, desde esa altura, comienzan a alinear el avión con el sinuoso cauce del río Izhma intentando encontrar un tramo ancho y recto.
– ¿Eso es una pista? –pregunta el capitán muy sorprendido, señalando una zona rectangular despejada que hay delante y un poco a la derecha.
– Eso parece –responde el copiloto muy serio, calculando ya los movimientos que tendrán que hacer para que el Tupolev pueda aterrizar allí.
– Esa pista no figura en las cartas de navegación –informa el navegante.
– Abajo tren de aterrizaje –ordena el capitán.
El Tupolev va demasiado deprisa para aterrizar, el problema es que no pueden desplegar los flaps porque, aunque el sistema hidráulico funciona bien, el interruptor que activa los flaps es eléctrico. Mala suerte.
El avión se acerca a la cabecera de la pista a más de trescientos kilómetros por hora. Los pasajeros guardan silencio, agarrados al asiento de delante, como si quisieran conocer su suerte por los sonidos que oyen.
El capitán da orden de mover el máximo de pasajeros a los asientos delanteros para ganar presión en el frenado. Cuando están a tan solo cien metros de altura, el capitán cancela el aterrizaje porque la pista es demasiado corta.
Al encarar el segundo intento, ven por las ventanillas que algunos vehículos se han acercado a la pista abandonada, probablemente alertados por el primer intento o por la torre de control, que habrán adivinado las intenciones de utilizar la antigua pista militar. La sobrevuelan de nuevo y abortan el aterrizaje por segunda vez. Ahora ya se han hecho una idea clara de las posibilidades del terreno. La pista es muy corta, probablemente tiene quinientos metros menos de los que va a necesitar el Tupolev para frenar, pero ya no les queda combustible para hacer más intentos.
En el tercer intento disminuyen la velocidad tanto como pueden y bajan hasta casi rozar las copas de los árboles para posar las ruedas en el primer metro de asfalto disponible.
– Todo el mundo listo –dice concentrado el capitán Lamanov mientras sujeta el timón con las dos manos.
Aterrizan, se salen ciento sesenta metros del final de la pista llevándose algunos árboles por delante y despliegan los toboganes de emergencia.
Llegan los escuetos servicios de tierra. Uno de ellos es el operario Sergei Sotnikov, que, a pesar de que la pista llevaba cerrada desde 2003 al tráfico aéreo, y él ya no trabajaba allí, quiso mantenerla siempre limpia de matojos y obstáculos por si un día hacía falta.
El capitán Lamanov le da la mano con un agradecimiento estoico, espartano, como probablemente solo se dan la mano las personas que con su esfuerzo consiguen gestas heroicas.
Mientras tanto, algunos pasajeros han comenzado a recoger champiñones. Es temporada.