Estoy en guerra contra las hormigas. En casa hay millones, las imagino recorriendo inagotables todos los túneles que unen los enchufes y los interruptores por el interior de las paredes. Hasta ahora las había aplastado con el dedo… en realidad, primero empecé usando una bayeta húmeda para borrar el camino químico que ellas trazan, para que no volvieran a pasar por ahí. Y funcionaba, no volvían a pasar por ahí, simplemente pasaban por otro sitio, por ejemplo a veinte centímetros del primero. De esto hace ya muchos meses. Después fumigué con insecticida un par de enchufes y durante un tiempo desaparecieron, pero fue una tregua de unos pocos días, me las volví a encontrar rastreando entre las bolsas de pasta y los paquetes de harina de la alacena. La alacena está suficientemente alta como para no abarcar todas sus estanterías con la vista, así que necesité una escalera de aluminio de tres peldaños para subir y poder vaciarla por completo. Entonces fue cuando me di cuenta por dónde entraban las hormigas, por un cuadrado recortado en la trasera del mueble, para hacer hueco a un enchufe que nunca usamos. Hasta ese momento no me habían tenido miedo, se creían muy listas, incluso más listas que yo, pero cuando cogí el rollo de precinto transparente y comencé a tapar el agujero del panel empezaron a ponerse tremendamente nerviosas, corrían en todas direcciones, intercambiaban mensajes químicos boca a boca a toda velocidad, las más locas acababan pegadas al precinto transparente. Yo las miraba pero no me daban pena. Quizá sentía una especie de empatía lejana, imaginándome a mí como un bicho pequeño y jugando con mi existencia algún dios caprichoso.
Después vino la estrategia del círculo, que consistía en trazarlo con insecticida alrededor de la bombilla de la cocina, pero duraba sólo unas horas, hasta que se evaporaba de la pared. Durante ese rato las hormigas enemigas se comían las migas… no, durante ese rato las hormigas enemigas salían de detrás del aplique de la lámpara y correteaban siguiendo uno de los miles de caminos trazados por sus compañeras las exploradoras, hacia la comida, pared abajo. Hasta que llegaban a la frontera tóxica que yo había dibujado con insecticida, entonces se detenían, dudaban un poco hacia la izquierda y otro poco hacia la derecha, se rascaban las antenas y la cabeza entera como si no entendieran nada, y se volvían por donde habían venido en busca de otro camino que las guiara hacia la comida, siempre y obsesivamente hacia la comida. Bueno, esto no es del todo cierto, también buscan agua. Sobre un mueble de la cocina hay una botella de veinticinco litros, tumbada sobre un soporte de forma que sea cómodo usarla sin tener que moverla. En la boca tiene un grifo enroscado que cambio de botella cada vez que se termina una y llega otra nueva. De la pared pasaron al mueble, del mueble al soporte, del soporte a la botella, y finalmente llegaron al grifo, un paraíso acuático a su alcance. De esto me di cuenta el primer día que me bebí unas cuantas sin querer.
Ayer, después de observarlas tanto rato como si hubiera sido un documental de la televisión, decidí probar a poner precinto alrededor del aplique de la lámpara de la cocina. No estaba muy convencido, porque pensé que si se encontraban cerrado el camino de la pared, se subirían por encima de la lámpara y acabarían saltándose el precinto por la cara de fuera. Pero no sucedió así. El aplique es cuadrado, y aunque parece que está pegado a la pared, hay un espacio de unos dos milímetros por el que se cuelan mis enemigas. Uno tras otro corté cuatro trozos de precinto transparente y los pegué alrededor del aplique, media superficie del precinto en la pared y la otra media en el metal, así por los cuatro lados. En las esquinas había pensado hacer un recorte muy profesional para que el precinto quedase perfectamente cuadrado, pero el cutter que tengo doesn’t cut, así que hice como se hace con el papel de regalo al envolver figuras irregulares, arrugar las esquinas. A los pocos minutos empezaron a salir hormigas de detrás de la lámpara, se encontraban con la cara pegajosa del precinto y comenzaban a buscar alternativas por todo el perímetro. Mientras tanto, iban llegando a la nueva muralla, creada por Yo Todopoderoso, otras compañeras provenientes del mundo exterior al precinto, el mundo donde está la comida y el agua. Ninguna de ellas llegó a pisar el plástico transparente pegado a la pared. Me imagino que no sólo por el olor químico, sino también por la enorme electricidad estática que tiene ese material. Yo las miraba analíticamente, intentando comprender sus intenciones y sus percepciones. Para saber si funcionaba el nuevo obstáculo tenía que eliminar a las que ya estaban fuera de él. Lo hice con el pulgar.
Media hora más tarde volví y, ¡sorpresa!, ¡habían encontrado un agujero!. En una de las esquinas se había roto un poco el precinto al arrugarlo, y por ahí salían y entraban a cientos, más que nunca antes había visto en fila, de hecho habían encontrado lo que pensé que nunca llegarían a encontrar, el cubo de la basura. Inmediatamente cogí el bote de insecticida y fumigué el camino desde el cubo hasta la lámpara. Cayeron todas en menos de un minuto, sembrando el suelo de pequeñas bolitas, cadáveres de hormiga. Puse un trozo de precinto extra sobre el roto y decidí comprobar todo una hora más tarde.
Hoy, veinticuatro horas después, todavía no han conseguido superar ese obstáculo. He visto a algunas exploradoras desperdigadas por algunos puntos de la pared, pero ni remotamente parecido a las multitudinarias filas que, desde hacía un mes, llegaban a todos los puntos alimenticios de mi cocina.
No es que las eche de menos, pero no dejo de pensar con qué estrategia van a contraatacar.