Amanece en Gulshan 2

Aquella noche hubo un pequeño terremoto en Bangladesh. De 5,2. Dormíamos en una cama de aspecto japonés, lo cual no dejaba de ser paradójico, porque los japoneses duermen en el suelo, pero los adornos y las maderas oscuras con que estaba hecha recordaban a todo ese universo que tan bien cuenta Junichiro Tanizaki en El elogio de la sombra.

Mi mujer me despertó moviéndome el hombro:
– ¡Creo que ha habido un terremoto! – me dijo con cara de preocupación.

Me levanté adormilado, fui al salón y, efectivamente, los ventiladores que colgaban del techo se mecían suavemente de un lado a otro.

– No creo que vaya a haber otro – le dije. Y seguimos durmiendo.

A las seis menos cuarto, el muecín de la mezquita Azad, que estaba apenas a doscientos metros del balcón abierto de nuestra habitación, comenzaba el canto plañidero avisando del segundo rezo del día, el del amanecer.

Como cortinas utilizábamos unas telas transparentes de sari verde que hacían que todo se tiñera de ese color a medida que amanecía.

Me quedé boca arriba en la cama, mirándome la punta de los pies, mientras el canto continuaba. En las esquinas de la habitación teníamos unos troncos bajos, lijados y barnizados, en cuyas ramas cortas habían colocado unos cocos vacíos que hacían de macetas para varias plantas. Las cortinas se movían de vez en cuando con el aire que entraba por el balcón.

Estaba muy contento de estar allí. Unos meses antes, todavía en España, llamé al buzón de voz de Siglo XXI y dije:

– Aquí os quedáis en esta olla a presión, yo mañana me largo a Bangladesh, donde vive la gente más feliz del mundo.

Después me arrepentí de haber dejado aquel mensaje, porque era como abandonar a los pasajeros de un naufragio con una sonrisa cruel. Lo hice por rabia, por la rabia de vivir en un país en el que si eres músico, o escritor, o pintor sencillamente no puedes vivir de eso y si lo que haces es cualquier otro oficio, entonces puedes malvivir, sobrevivir.

Desde la calle subían ya los sonidos de los timbres de los rickshaws y los cláxones de los coches, que se convierten en un atasco permanente en sólo unos minutos. Yo era casi un recién llegado, todavía no sabía que aprendería a hablar bangla, a ser uno de ellos, a mover el cuello hacia un lado para decir vale, que me casaría allí. No conocía ni el Ramadán, ni el monzón, ni por qué la bandera del país es un círculo rojo sobre un fondo verde.

Me senté en la cama baja, con los pies en el suelo, durante un minuto más. Tampoco sabía que aún me quedaban cuatro terremotos más por vivir.