– Sí, sí, sí, yo la maté, yo la maté… – Roberto Alilla sollozaba sentado en el suelo de su celda de aislamiento, abrazado a sus piernas y con la frente apoyada en las rodillas.
La celda era un cubo, de tres metros de lado, pintada de un gris parecido al tono que adquiere la plastilina cuando se mezclan todos los colores. No tenía ventanas, las únicas irregularidades de su lisa uniformidad eran la rendija rectangular que enmarcaba la puerta cerrada de la celda, una bacinilla de acero inoxidable encajada en un rincón, una rejilla rectangular en una esquina del techo por donde se reciclaba el aire de la celda y un plafón redondo en el centro del techo que emitía una luz amarilla e inmóvil que no se apagaba nunca.
Le daban de comer tres veces al día. Una pasta insípida que tenía el tono de la pintura de la pared pero más verdoso. Esa fue la forma, al principio, de contar los días que llevaba encerrado. Su abogado le dijo que estaría en aislamiento diez años… silencio…
Diez años… silencio
Antes de cumplir un mes ya había perdido la cuenta. Cada dos o tres días aparecían varios carceleros tras la puerta, completamente cubiertos, como si fueran bomberos, que le gritaban que se desnudara y se pusiera contra la pared con los brazos en alto. Entonces abrían una manguera que lanzaba un chorro de agua fría enorme. Agua y algo más, algo ácido que le dejaba los ojos doloridos durante horas.
Ella era tan bonita, que no podía dejar de abrazarla, de apretarla, de apretarla tanto que se deshiciera entre sus manos. De apretarla hasta convertirla en polvo que pudiera respirar. Una belleza irresistible. Matar está mal, pero mi objetivo no era matarla, era tenerla tan cerca que sus células se mezclaran con las mías, fundirme con ella…
Roberto Alilla estaba tumbado en el suelo de su celda, hecho un ovillo. Quizá llevaba años allí, no lo sabía. Su mente había dejado de funcionar prácticamente, ya no repasaba sus recuerdos y hacía mucho que no pensaba que existiera un futuro. De pronto, por sorpresa incluso para él, comenzó a sacarse la camisola de su uniforme de preso y a doblarla en el suelo meticulosamente, primero un lado, después el otro, después las mangas, hasta que consiguió un rectángulo perfecto. A continuación se tumbó en el suelo boca arriba, sujetó la pieza de ropa con las dos manos y estiró los brazos de forma que ocultó por completo el plafón de luz amarilla. Entonces empezó a mover lentamente el rectángulo de ropa, muy lentamente. Al principio no se veía nada especial, pero al cabo del tiempo (minutos u horas), el borde superior comenzó a iluminarse más que los demás, podía ver pelillos de la fibra de la ropa que nunca antes había visto. El pequeño trozo iluminado se fue extendiendo por todo el lado del rectángulo de ropa hasta que, con la majestuosidad del sol del amanecer, el borde redondo del plafón apareció lentamente cegándolo hasta hacerle saltar las lágrimas.