Corto el filete de merluza con el tenedor de plástico blanco que venía en la bandeja de la comida. La merluza se desmenuza en trozos grandes y sabrosos. Por la ventana de la habitación entra la luz amarillenta del atardecer.
Mi madre abre la boca un poco temblorosa y mastica con cuidado el pescado.
Sus ojos azules están un poco acuosos, tiene la cabeza vendada y se le ven restos de yodo por uno de los bordes de la venda.
Mientras cumplimos con el ritual de la cena, introduciéndole los bocados de comida uno a uno lentamente, con el ritmo que acompaña siempre a la edad provecta, recuerdo aquella vez, cuando yo era un niño, que ella intentaba untarme crema solar y yo no me estaba quieto porque lo que quería era irme a jugar con los demás a la playa. En el forcejeo, me arañó sin querer en un costado. El pequeño arañazo se volvió rojo al instante y comenzó a sangrar levemente. Yo grité como si el daño fuera mucho mayor y recuerdo –ahora, cincuenta años después– que exageré para que mi madre se sintiera culpable, porque –ahora lo sé como adulto– quería castigarla por no dejarme ir a jugar inmediatamente. Y recuerdo cuando me hice aquellas dos heridas abiertas y anchas en las tibias intentando saltar un murete de ladrillos en la puerta del instituto de bachillerato. Fui andando muy despacio por la calle desde el instituto hasta mi casa, mientras me sangraban las piernas por debajo de los pantalones, manchándome las lengüetas de las zapatillas, y al llegar, mi madre me curó como pudo, nerviosa de ver tanta sangre y sin saber qué hacer exactamente.
Ahora soy yo el que la cuida, como si fuera la hija que no he tenido, dándole de comer como a una niña pequeña. Ahora es ella la que tiene una cicatriz en la cabeza.
Entre bocado y bocado, mientras ella mastica despacio, le acaricio con suavidad la cabeza vendada.
Es un orgullo, dado lo difícil que es vivir una vida, haber llegado hasta aquí y estar aquí para cuidarla como ella me cuidó a mí los años que lo necesité.
Y sí, soy gay. Pero eso es harina de otro costal.