Una vez tuvimos un problema de cojones con un RUHB. Un RUHB es un Robot Unit with Human Brain, lo cual no es totalmente correcto, porque la máquina sigue siendo una máquina y no es que lleve un trozo de encéfalo pegajoso metido entre las tuercas. Lo que sí lleva es un bloque de red neuronal virgen de 1,5 terabytes cúbicos, pero nada orgánico, todo silicio y renio.
Llevábamos años utilizando esos robots con copia cerebral y estábamos muy habituados al proceso. El oficial de turno se ponía un casco de lectura neuronal y traspasaba una copia íntegra de su cerebro al cerebro artificial del robot, de forma que el robot era, virtualmente, el mismo oficial. Las primeras veces que los utilizamos no les cambiábamos la voz, pero después comenzamos a hacerlo porque era muy confuso oír al oficial y al robot hablando exactamente igual. El cerebro del robot tenía implementadas algunas sensaciones falsas, como la de la respiración o el latido del corazón, para que la persona que se instalaba en él no sucumbiera a un ataque de pánico. Piénsalo, es jodidamente angustioso no sentir que estás respirando o que te late el corazón. No es que el robot necesite respirar, solo es una máquina, pero el cerebro que se le copia dentro necesita sentir que tiene un cuerpo vivo debajo para no volverse loco.
Pues nos llamaron de una mina en Sudáfrica, que se les había derrumbado una galería a mil y pico de metros de profundidad y no había forma humana de sacar a los trabajadores utilizando la maquinaria convencional porque corrían el riesgo de aplastarlos a todos. Un RUHB es la solución ideal para esos casos. No todas las empresas pueden pagarlo, pero así es la vida.
Tardamos menos de una hora en llegar. Bajamos del avión, hicimos un reconocimiento de los accesos a la mina y trazamos un plan para el rescate. Nada del otro mundo, el RUHB llevaba la copia cerebral del oficial Ellis Thumbtorp, un buen profesional, casi diez años trabajando en esto.
El RUHB Ellis bajó en el montacargas de las máquinas hasta el nivel donde se había derrumbado la galería. Recorrió rápidamente un pasillo ancho de roca gris iluminado durante las primeras decenas de metros pero completamente oscuro después. De su espalda saltaron cinco pequeños drones, del tamaño de una nuez cada uno, que además de proporcionarle distintos puntos de vista, iluminaron el pasillo hasta que llegaron a un montón de escombros que bloqueaba el paso.
Sin detenerse en su carrera, el RUHB subió el montón de escombros que llegaba hasta el techo y desde la parte más alta comenzó a abrir un hueco lo suficientemente grande como para traspasar el enorme obstáculo. Movía con facilidad rocas de cientos de kilos, como si fueran de corcho. Mientras iba despejando la cúspide de escombros, unos trabajadores fueron llegando hasta su posición con puntales auto-ajustables, de manera que Ellis solo tenía que girarse un poco y los trabajadores le pasaban un puntal que manejaba con soltura y que encajaba entre las paredes o entre el suelo y el techo del agujero que iba abriendo poco a poco apartando rocas.
Salió todo muy bien. Los trabajadores que murieron lo hicieron debido al derrumbe y no durante el rescate. El problema vino después, cuando Ellis salió de la mina.
Los militares no somos mucho de mostrar euforia en el lugar al que hemos ido a trabajar. Ni siquiera aunque seamos exmilitares. Hay actitudes que perduran toda la vida. Así que cuando el RUHB Ellis salió de aquel agujero, simplemente nos dirigimos al trote hacia él para cumplir con el protocolo de cierre, hablar un momento con él, observar posibles daños en su enorme cuerpo metálico y finalmente borrar su memoria para dejarla lista para la siguiente misión.
Cuando estábamos apenas a diez metros del RUHB, abrió los brazos de par en par, arqueó la espalda hacia atrás y, con la cabeza apuntando al cielo, lanzó el bramido más bestial que jamás habíamos escuchado. Joder, nos tiramos al suelo sin ni siquiera saber por qué lo habíamos hecho. Casi nos sangraron los oídos. Nunca imaginé que los altavoces de esa máquina tenían tanta potencia.
A continuación el RUHB Ellis, se giró a derecha e izquierda, como buscando a alguien, y al primer operario que tenía cerca lo agarró con una mano por el hombro y con la otra mano le arrancó la cabeza como si fuera de cartón. Ni tiempo de gritar le dio al pobre diablo. Nos quedamos petrificados durante un segundo y, al segundo siguiente, la soldada Minst, que era la encargada del panel de control del RUHB, sacó la pantalla transparente que llevaba en un lateral del muslo y lo apagó como quien apaga la luz del salón. Pero no funcionó. Al RUHB le había dado tiempo de clavarse los dedos en el cuello y arrancarse la antena de comunicaciones.
Tendrías que haber visto la cara del oficial Ellis Thumbtorp. Al fin y al cabo el RUHB ¡era él!
Nos costó toda la noche abatir a aquella bestia. Salió corriendo hacia la ciudad y destrozó todo lo que pudo. Estaba como borracho de poder, daba la sensación de que disfrutaba haciendo uso de la fuerza descomunal que tenía. Tuvimos que lanzarle un pequeño misil que llevábamos en el armamento de la misión y que no habíamos utilizado jamás porque nunca nos vimos en una situación así.
Lo difícil del asunto es que encerraron al oficial Ellis Thumbtorp como responsable del incidente. Aquello levantó mucha polémica porque el robot no era él, aunque llevara una copia de su cerebro, y sus defensores alegaron fallos en la programación del RUHB. Pero no consiguieron librarle porque le hicieron unas pruebas mentales y descubrieron que tenía doble personalidad.