La danza del cartero

No quiero tener que estar corrigiendo cálculos con el ordenador a las tres de la madrugada. Quiero acostarme y dormir. O acostarme, leer y luego dormir.

Sin darme cuenta, viene para sosegarme una danza, comienza en la calle Asunción de Paraguay, que solo tiene números pares y continúa con los números impares de la Alameda de Buenos Aires. La danza no tiene música o, si la tiene, es una música, quizá clásica, difusa en sus notas y en su compás, no un cuatro por cuatro, ni un tres por cuatro tan reconocibles, un compás más largo, como sin metrónomo, ¿un uno por uno? Es la música que acompaña a los movimientos del cartero, su coche se acerca al número treinta y siete, como a cámara lenta, y, mientras va frenando, va abriendo también la puerta, para bajarse en cuanto el coche se detenga. Bajarse, sin cerrar la puerta y caminar por detrás del coche, uno, dos, tres, cuatro, hasta ocho pasos para llegar al buzón, echar la carta y en el mismo movimiento volver sobre sus pasos para montarse en el coche y meter primera a la vez que va cerrando la puerta. El coche comienza a moverse antes de que se oiga el golpe gomoso, metálico y contundente de la puerta al encajar en su hueco. Una fracción de segundo después, la velocidad del coche hace que se cierren automáticamente los seguros. Suena la música etérea y constante, como si lo hiciera en la nave central de una catedral sumergida en el océano.

El cartero sube y baja del coche y recorre las calles en un zigzag calculado de antemano, medido como los compases de cualquier sinfonía. Calle tras calle, sobre tras sobre, llega de vuelta a la cartería y, cuando mira el cajón de las cartas pendientes de entregar, ve que está vacío, la danza se ha terminado y él se marcha para sumergirse en el ruidoso y desordenado mundo de los no-carteros.