Hace el mismo viento que ayer, noto cómo me empuja por el lado derecho. También oigo el crepitar de la arena sobre el traje y sobre la escafandra.
Aún no ha amanecido, he salido del Hub a esta hora justo para eso, para ver amanecer de nuevo en Marte.
El sol comienza a asomar por el horizonte. Es muy pequeño. Su tamaño y la gravedad reducida son los detalles que me hacen sentir que realmente no estoy en la Tierra.
Por ejemplo, sé que estoy radicalmente solo en este planeta. No sólo no hay otros seres humanos, sino que ni siquiera hay animales, ni plantas, y aun así siempre siento la presencia de algo más. No es nada esotérico, no creo que haya ningún ente sobrenatural que me está espiando, supongo que es simplemente la costumbre de estar rodeado de gente la que tiene a mi cerebro engañado. La inercia bioquímica, se llama eso, el cerebro es flexible, adaptable, pero se toma su tiempo. Supongo que me acostumbraré a estar solo y después me costará adaptarme de nuevo a estar en la Tierra. Si vuelvo.
El sol ya ha asomado por completo por encima de la línea del horizonte. Tan pequeño. Las sombras de los pedruscos que pueblan la llanura roja se van acortando paulatinamente. Parece todo tan terrestre que me dan ganas de quitarme el traje e irme a pasear por ese desierto inhóspito como si fuera el Principito. No aguantaría vivo ni un minuto.
Sólo me separan de la muerte los pocos milímetros de fibras sintéticas con que está construido el traje, aunque en realidad eso es una estupidez de pensamiento, porque, en la vida, siempre nos separan de la muerte unos pocos milímetros o centímetros de algo que nos protege. Antes de llegar a Marte eran las paredes del vehículo espacial que nos transportó hasta aquí y antes de salir de la Tierra era la atmósfera la que nos protegía… Bueno, eso no son unos pocos milímetros, aunque a escala planetaria la atmósfera es tan fina como un papel… La propia piel sólo son unos pocos milímetros de tejido vivo que me salvan de la muerte…
El sol ya ilumina completamente el paisaje rojizo y oculta a la vista la mayoría de las estrellas que, hasta hace un momento, se veían en el cielo. Aún se ve el punto azul de la Tierra. Dios mío, ha sido tan fácil venir desde allí. Casi como cruzar un río saltando de piedra en piedra. Si ahora tuviera el vehículo apropiado, con el combustible adecuado y con las reservas suficientes, podría ir a alguna de las lunas de Marte o incluso de Júpiter.
Mark, ¿no te gustaría volver a la Tierra y sentarte en un banco del parque a leer un libro sin llevar puesto un traje presurizado de cien kilos?, me pregunta mi voz interior. Pues sí, no estaría nada mal, me respondo sin dejar de mirar al puntito azul, pero la sensación de sentir bajo los pies esta enorme roca roja llamada Marte es algo que supera a todas las ganas de bancos, parques, libros y Tierra.
Maldita sea, creo que voy a morir aquí y no me importa ni lo más mínimo.