Hace frío en la calle soleada. Es frío de invierno. Es un frío bonito. En Andalucía el cielo se pone de un azul diáfano y liso, sin una nube. Siempre pienso que es lo más parecido al negro absoluto que se ve desde cualquier escotilla de la ISS mientras flota en su tensa trayectoria alrededor de la Tierra. Aquí abajo, Andalucía es la escotilla y la Tierra misma es la nave.
Hay una cola como de trescientas personas frente al cocedero de marisco. Espero y mientras espero, escribo. En la anodina espera, cualquier pequeño acontecimiento nos distrae a todos. Hay unos camioneros preguntando, de grupo en grupo, que quién es el dueño del Chevrolet gris, que no les deja sacar el tráiler del aparcamiento. La encuentran, la conozco, es Esther, la mujer de Juan Carlos, hace meses que no nos vemos, quizá más de un año. Esther camina junto a los camioneros con la cabeza baja, como si fuera una especie de prisionera sin grilletes. Los demás les miramos porque no tenemos nada mejor que hacer.
Mientras Esther desaparca el coche, veo que otro vehículo, varias filas más adelante en la batería de coches aparcados, se marcha. Entonces camino tranquilamente hacia el hueco que ha dejado y, cuando Esther comienza a circular lentamente con la certeza de que tendrá que ir muy lejos para reaparcar su coche, levanto el brazo y le hago señas para que aparque allí. Qué sonrisa tan grande.
Mucho rato después voy a dejar la bandeja de marisco en casa de la que será la anfitriona de la comida. Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad, pero esta noche no podemos hacer cena por las restricciones del coronavirus, así que hemos quedado todos para comer y merendar, que una cosa siempre lleva a la otra cuando no hay prisa.
Cuando ya estoy saliendo de la parcela, veo un gato encajado entre las ramas de unos arbustos altos, de unos dos metros, que se podaron hace unas semanas. Es un gato viejo, cabezón, gris atigrado, y tiene la mirada vidriosa, yo diría que está moribundo. Observo con un poco más de atención y veo que sangra por el ano, las gotas impactan de vez en cuando en las hojas secas que hay a los pies de los arbustos. Mirando un poco más, comprendo que el gato está roto, lo han atropellado y le han roto las caderas, es increíble que el animal siga vivo y que haya conseguido subir hasta allí. La anfitriona me pregunta que si me lo puedo llevar y le digo que si tiene algunos guantes de jardinero y una toalla vieja. Me trae lo que le he pedido y me acerco al gato para sacarlo de entre las ramas. Me bufa, se eriza. Le agarro las patas delanteras con una mano y con la otra envuelvo la cabeza con la toalla. Tiro poco a poco, cada vez con algo más de fuerza pero no hay forma de soltarlo. Tiene las uñas de atrás clavadas a las ramas. Cuando intento forzar más, el gato chilla de dolor y lo suelto.
La anfitriona me dice que le da pena. A mí también me da pena, pero solo hay dos opciones, o llamamos a un veterinario y nos gastamos quinientos o mil euros en operarlo y escayolarlo o lo dejamos estar y que la naturaleza siga su curso. Somos pobres, así que lo dejamos estar.
Horas después, cuando ya toda la familia ha comido en el jardín y las risas y las conversaciones cruzadas lo inundan todo, el gato baja del arbusto muy lentamente, como un mimo ejecutando movimientos extravagantes. Nadie se da cuenta, el gato es gris, es viejo, está alejado unos metros del centro de la celebración y además se está muriendo. Cuando las cuatro patas tocan el suelo, veo cómo las caderas bailan sueltas por debajo del pelaje como juguetes en la bolsa de la playa. Por un momento, el gato mira hacia atrás y busca mis ojos, a pesar de la distancia me está mirando a mí y yo a él. Me levanto, cojo una rama larga que hay en el suelo y, con la horquilla de la punta, voy empujando al gato hacia la puerta de la parcela. El gato protesta, por el dolor, porque no quiere salir de ese lugar que de alguna manera le sirve de refugio o por lo que sea, yo no lo sé, pero al final entiende que quiero que se marche. Le empujo un poco más y él solo comienza a andar hacia la salida con mucha dificultad.
La anfitriona se ha acercado a mí cuando ya he cerrado la puerta de hierro de la entrada y me ha dicho de nuevo que le da mucha pena el animal. ¿Y qué quieres que hagamos, pedimos cuarenta euros a cada uno de los que estamos aquí y me voy al veterinario de urgencia? Son las cinco de la tarde y es Nochebuena, es un plan complicado. Ella guarda silencio y baja un poco la mirada con los ojos humedecidos por las lágrimas que retiene.
Volvemos a la larga mesa de celebración con los demás.
Ya es de madrugada y estoy en casa, hace muchas horas de esto. El gato estará vivo (mal) o estará muerto, no lo sé, pero yo no dejo de pensar en que ese gato también soy yo, un ser humano más abandonado a su suerte. Sus patas rotas son mis alas atadas, por intentar no decir cortadas. Quizá sus patas se recuperen y con mis alas yo pueda volar un día y alejarme de esta selva inmisericorde en la que vivo.