Yo ya sé que me muero. Los médicos me lo han dicho. Estoy en el hospital, en una cama que tiene las sábanas desordenadas porque mi inquietud no las deja en paz. Me han hecho una transfusión completa de sangre y he pasado por diálisis dos veces en los últimos tres días, pero no hay nada que hacer, el veneno se ha metido en mis tejidos y me ha dañado casi todos los órganos. Por algún motivo el cerebro permanece intacto y no me queda más remedio que asistir a mi muerte plenamente consciente de lo que está pasando.
Mi mujercita no para de llorar, la pobre. Yo tampoco puedo evitar hacerlo cada dos por tres. Es tan injusto. Ha dejado a las niñas con los abuelos. Estábamos de excursión y algo me picó en la palma de la mano. Ni siquiera pude ver qué fue. No sé si planta o animal. Los médicos dicen que la toxina me matará mucho antes de que averigüen qué es.
No tenemos ni cuarenta años, dios mío. Y llevamos quince años casados. Un muerto de menos de cuarenta y una viuda de menos de cuarenta. Qué crueldad. Quizá parecemos un matrimonio normal, pero ella dormía desnuda crucificada sobre mi cuerpo cuando empezamos a dormir juntos, como si fuéramos el Vitruvio de da Vinci, y yo conducía trescientos veinte kilómetros para ir a tomarme un zumo a la provincia donde vivía ella. Y cuando vamos a los sitios donde hay más gente siempre hay algún gesto que nos conecta, nos acariciamos suavemente las manos al pasar uno al lado del otro, o por debajo de los manteles si estamos sentados, o nos enviamos besos furtivos que sólo vemos nosotros.
No nos hemos soltado de la mano prácticamente en ningún momento de los últimos días. Nos miramos con los ojos enrojecidos sin saber qué hacer, a pesar de que nuestros cuerpos lo saben perfectamente. El mío sabe que se muere, aunque yo no quiera, con una indiferencia de materia orgánica reaccionando a un estímulo, aunque sea mortal. El suyo sabe que me estoy yendo, que se queda sin mí, que se desampara con el lento transcurrir de las horas.
Las máquinas a las que estoy conectado han empezado a pitar. Aunque no me encuentro nada bien, no hay nada que me duela en especial, supongo que me han dado los calmantes suficientes para que así sea. Vienen varias enfermeras y médicos, tocan los botes, manipulan las máquinas, a mí no me duele nada, pero noto muy raro el corazón. Creo que se está parando.
—¡Cariño, cariño!—exclama contenidamente mi mujer, en la oscuridad de nuestro dormitorio, mientras me zarandea suavemente el hombro—. Tienes una pesadilla, mi amor…