El Mal – Capítulo 12

Llevan unos minutos en silencio mientras el todoterreno se desplaza por la carretera oscura alumbrando con sus faros las líneas de la carretera y los arbustos dispersos que hay a los lados.

– La loca ésa me ha dado un mordisco tremendo – dice el conductor llevándose la mano con cuidado a la mejilla izquierda. Su compañero mira fijo al frente, ensimismado.
– Oye tío, ¿te encuentras bien? No hagas cosas raras que te juro por dios que vas abajo del coche ¿eh?

Su amigo gira la cabeza muy serio hacia él y sólo dice:

– Uhum.

El conductor presiente que algo no va bien, quizá lo que le ha contado de que estaba reteniendo a lo que fuera que se le ha metido dentro no era verdad, o quizá… Se queda petrificado durante una fracción de segundo, porque su amigo, o lo que era su amigo, ha movido el brazo izquierdo velozmente hacia él y le ha incrustado el dedo índice en el oído derecho tan profundamente que los nudillos le han golpeado el pómulo. En el segundo en el que eso sucede siente un dolor como nunca hubiera imaginado que podía sentir, el dolor le traspasa la cabeza, los ojos, la lengua, el cuello, el cuerpo entero está conectado con ese dolor inmenso. Al segundo siguiente sufre un espasmo que le hace estirar los brazos y las piernas como si tuvieran un resorte en las articulaciones. Eso hace que el todoterreno se desvíe de inmediato hacia la izquierda, cruzando el carril contrario y saliendo al campo por el que sólo un rato antes se salió el coche de la primera víctima del ser.

El vehículo no iba muy deprisa y, como tiene buena estabilidad, no llega a volcar, simplemente va pegando saltos sobre el accidentado terreno y, en una casualidad imposible, acaba chocando contra el coche que permanecía volcado tras el accidente anterior.

En la violencia del impacto el cuerpo del conductor, inconsciente desde unos segundos antes, y el cuerpo de la niña, intentan salir despedidos hacia adelante pero los cinturones de seguridad lo impiden. A la niña la amarraron con los tres cinturones del asiento trasero antes de ponerse en marcha. Saltan los airbags delanteros y entonces ocurre algo sorprendente, el cuerpo del muchacho que ahora es el huésped del ser se vuelve levemente incorpóreo y, en vez de quedar retenido por el cinturón y el airbag, se sale del coche atravesando el cojín blanco, el salpicadero que ahora está abierto y roto, el parabrisas rajado, y la parte delantera del vehículo. Después pasa a través del otro coche y termina revolcado por las hierbas y el suelo de tierra diez o quince metros más allá.

El ser en el interior mira la oscuridad de la noche a través del ventanuco de la mirada de su huésped y grita salvaje y agitadamente con algo parecido al placer. No sólo se ha deshecho de la mordaza que le había retenido durante un rato, sino que además se ha integrado de tal manera con el cuerpo del muchacho que ha conseguido traspasarle una de sus características, el volverse inmaterial.