Bueno, yo tuve un profesor al que estuve unido durante treinta años. Fue mi profesor de filosofía cuando yo tenía dieciséis años.
No sé si lo hacía premeditadamente, pero siempre encontraba motivos para alabar a todos con los que entablaba relación. Lo hacía concentradamente, prestando mucha atención, ajustándose el sonotone de vez en cuando. Al hablar tenía una dicción dificultosa y se mezclaba su acento cordobés de vocales abiertas con la ronquera de Vito Corleone.
Cuando oía a alguien decir algo inteligente, Fernando sonreía levemente y asentía imperceptiblemente mientras se agarraba la barbilla con una mano.
Supongo que yo, en particular, soy muy receptivo a los halagos, probablemente desde que mi padre me regaló una bolsa de chucherías la primera vez que saqué un diez en un examen, cuando tenía seis años, de modo que cuando Fernando dijo en clase de filosofía de tercero de BUP, delante de todos, que le gustaba oírme, algún engranaje interior desató la corriente de dopamina necesaria para que se produjera un importante cambio en mí: me di cuenta de que era un ser consciente.
No he investigado sobre esto, así que no sé cuándo es normal que un humano sea consciente de sí mismo. A mí me ocurrió con diecisiete años y, tiempo después, pensé que me había ocurrido demasiado tarde. En realidad yo siempre sostuve que, desde que me caí a un pozo a los nueve años, ya era consciente de mí mismo, pero fue a los diecisiete cuando me di cuenta de que no había sido así. A veces, en conversaciones en las que parece que sé de lo que estoy hablando, digo que hay gente que tarda décadas en ser consciente de sí misma y otra gente que se muere sin llegar a serlo, pero lo cierto es que no sé si esto es así.
Acabó el bachillerato y comenzó la universidad y, por supuesto, perdí el contacto con todo lo que significó el bachillerato: alumnos, profesores, las rutinas de cuatro años, exactamente igual que pasó con la EGB cuando entré en el instituto. Solo conservé un contacto, el de Fernando el sordo. Durante esos años intercambiamos algunas cartas.
Terminó la facultad y me marché de Andalucía.
Un día, un sábado por la mañana, sentado en el borde de la cama con la bruma del sueño aún encima, miraba el mar por la ventana de la habitación y pensaba en la honestidad. ¿Qué es la honestidad?, ¿qué es ser honesto? Mientras desayunaba pensaba en Fernando, hacía seis o siete años que no lo veía, seguramente ya se habría jubilado, podría hasta haber muerto y no sé si me habría enterado. Tenía y quería verlo ese mismo día. A principios de los años noventa yo ya tenía la actitud del siglo XXI, a pesar de que no había ni móviles, ni internet, ni Google.
Una mochila con un bocadillo, una botella de agua, un mapa de carreteras y una moto, con eso contaba. Y con la emoción por adelantado de ver a Fernando al final del día (si lo encontraba).
La única forma de insertar música en un texto es insertarla en la cabeza del lector, porque es la única manera de que suene justo el tiempo que tiene que sonar y al volumen que tiene que sonar para que acompañe a las palabras. Cuando me subí a la moto, sabiendo que tenía buen clima y alrededor de setecientos kilómetros por delante, en mi cabeza sonaba el Everybody’s talkin’ de Harry Nilsson.
Atravesé España de norte a sur.
Por la tarde llamé a la puerta de la única dirección que tenía de Fernando.
Abrió su mujer y, tras unos segundos de sorpresa, comenzó a llamar a Fernando a voces mientras me hacía pasar al interior.
Cuando Fernando me vio, hizo lo que solía hacer ante situaciones muy emocionantes: se metió las manos en los bolsillos, miró al suelo y dijo algo en latín. Lo abracé con alegría, mucho, lo besuqueé por todos lados mientras él gritaba, riendo con su voz ronca, a un dios imaginario: ¡ayyyyyy!, ¡maricóooon!
Fernando, ¿qué es la honestidad?, le pregunté sin soltar ni la mochila ni el casco de la moto.
Y en vez de responderme a mí, miraba a su mujer y le decía, para confirmarlo como algo real: este tío se ha cruzado España en moto para preguntarme qué es la honestidad. Entonces callaba, se llevaba la mano a la barbilla y comenzaba a citar autores que sacaba de su memoria enciclopédica.
No recuerdo lo que me dijo sobre la honestidad, probablemente algo importante, algo que significó tanto para mí que lo incorporé a mi forma de ser aun habiendo olvidado los detalles de la lección. Probablemente.
Veinte años después, decidí casarme en la aldea donde por entonces vivía Fernando y donde también murió diez años más tarde. Durante la ceremonia al aire libre, el cura fue comportándose de mal en peor en un intento de boicotearnos por unas envidias que le habían nacido porque éramos el centro de atención en un lugar donde el centro de atención era siempre él. Inesperadamente, Fernando, que en su juventud también fue cura, se levantó y recondujo la ceremonia haciéndola emocionante y humana. Cuando se puso de pie y todo el mundo guardó silencio y solo se oían las vacas mugiendo y las ovejas balando en la lejanía, comenzó a decir con su voz rasposa:
—Una vez ese hombre cruzó España en moto para preguntarme qué era la honestidad.