Jose

La salida de una caja del supermercado. Al fondo se ven productos difuminados porque están en segundo plano, son huevos, carnes, caramelos y golosinas. En primer plano está Carla, viste tejanos ajustados y un jersey de peluche rosa. Zapatos de medio tacón. Es una mujer muy atractiva. Lleva puestas unas gafas de sol.

Detrás de ella está Jose, sin tilde, un gitano gordo de dos metros diez de altura y ciento ochenta kilos de peso. Va vestido con ropa suelta de rapero, como si fuera norteamericano, pero no lo es, es de Madrid, como Carla.

La bolsa de Carla se rompe, Jose da un paso adelante con la lentitud de un elefante y se agacha a ayudarla.

– Gracias – dice Carla levantando la cara un segundo, mientras sigue recogiendo las cosas.

La montura de las gafas de sol de Carla es de plástico blanco y, mientras ella mira hacia abajo, resbalan hasta la punta de la nariz. Tiene el ojo derecho semicerrado, los párpados están hinchados y toda la cuenca, desde la ceja hasta el pómulo, se ven amoratadas.

– ¿Quién te ha pegado? – pregunta Jose despacio, con voz de tenor.

– Mi querido marido – dice con tono irónico subiéndose las gafas y recogiendo los últimos artículos del suelo.

Los dos se incorporan, Jose agarra la bolsa por los bordes, la levanta como si estuviera vacía y la deja con suavidad dentro del carrito.

– Yo puedo protegerte, si quieres – dice Jose hablando tan despacio como antes. – Soy grande y fuerte, se me da bien.

Carla se queda mirándolo por un momento como si no creyera lo que acababa de oír.

– Te lo agradezco… – y hace una pausa para que él diga su nombre.

– Jose, sin tilde – dice Jose.

– Te lo agradezco, Jose sin tilde, pero creo que es mejor que dejemos las cosas como están en vez de complicarlas aún más – dice Carla tendiéndole la mano para estrechar la de él.

– Por si cambias de opinión, trabajo en el tanatorio – dice y le estrecha la mano un momento. Su mano es tan grande que envuelve la de ella como si fuera un almohadón.

– Además el muy bestia es luchador de Muay Thai y, aunque seas tan grande, seguro que te haría daño. – No dice nada más y se marcha empujando el carrito.

 

Carla está ante la puerta de su casa, vive en el segundo piso de un número de la calle Velázquez. Le tiembla el manojo de llaves en la mano derecha.

– Ya estoy en casa – dice en voz alta para que su marido la oiga.

– ¡Ya era hora, joder! – Grita él desde el salón.

A Carla empieza a latirle el corazón más deprisa porque lo oye enfadado.

– ¡Llevo una hora esperándote, joder! – le dice ya desde la puerta de la cocina. – ¿No sabes que me tengo que ir a trabajar a las tres, joder?

– Es que necesitaba algunas cosas para hacer la comida – dice Carla en voz baja mientras sigue colocando la compra en los estantes del armario.

– ¡QUE TODAVÍA NO HAS HECHO LA COMIDA! – grita él enfurecido de pronto. – ¡Pero tú eres tonta o qué te pasa tía!, ¡me estás puteando adrede! – Y a la vez que dice esto le da un puñetazo a la puerta del frigorífico y un frutero vacío que estaba sobre él cae hacia adelante y se estrella en el suelo ruidosamente.

– Venga, no te enfades que la preparo en un momento – dice ella intentando calmarle pero muerta de miedo.

Ella sigue dándole la espalda mientras vacía la bolsa de la compra que ha dejado sobre el mármol de la encimera. Él cruza la cocina en dos pasos y le da una hostia en el lado derecho de la cabeza con tanta fuerza que Carla pierde el equilibrio y cae al suelo. Por un momento ve turbio, el oído le arde de dolor y la boca le sabe a sangre.

– ¡ME TIENES HARTO, JODER! – Dice él mirando alrededor con ojos de loco hasta que encuentra lo que estaba buscando. Agarra un cuchillo grande, con pequeños dientes de sierra y mango azul y se va para ella.

Entonces suena un ruido muy fuerte que viene del pasillo, parece que alguien ha roto la puerta de entrada. Él piensa que igual alguna de las zorras de sus vecinas ha llamado a la policía, pero un instante después, bloqueando por completo la puerta de la cocina, aparece un gitano enorme que se dirige hacia él sin detenerse.

Adiestrado como está en artes marciales lanza una patada alta y fuerte que impacta de lleno en la cara de Jose partiéndole una ceja. Durante unos pocos segundos Jose se toca la ceja con los dedos y los mira manchados de sangre.

– Tú estás loco, tío – dice Jose con voz normal mientras le da una hostia tan rápida y tan bestial al marido de Carla que la mandíbula se le rompe y le baila en la cara como un pescado dentro de una bolsa de plástico. Dos dientes salen despedidos de su boca y se estrellan contra la pared.

Está a punto de caer al suelo, pero como no lo hace, Jose le da otra hostia en el lado contrario con más fuerza aún y la cabeza se tuerce tanto como la de un muñeco de trapo. Cae desmadejado al suelo y el cuchillo hace un sonido metálico al soltarse de su mano. Está muerto.

 

Dos años después Carla está parada con su coche en un semáforo. Mientras espera, mira a la derecha por la ventanilla y ve, más allá de la autovía, el edificio del tanatorio, con la indisimulada chimenea por donde supone que salen los humos de las cremaciones. En una fracción de segundo recuerda lo que pasó en la cocina del piso donde vivía antes y de pronto entiende algo que había sido una interrogante durante todo ese tiempo: qué hizo Jose con el cuerpo de su marido.