Josh podía rodear el lago para llegar al otro lado del bosque, pero eran ocho kilómetros, en vez de los dos que suponía cruzarlo. Miró alrededor, la mañana era clara, el cielo estaba despejado, casi no se movía una hoja en los árboles, pero se trataba de cruzar el bosque de Arf, el bosque encantado.
Josh aún no había cumplido los treinta, se había criado allí y, precisamente por eso, sabía que cruzar el bosque era un riesgo que nadie se atrevería a correr.
Pensemos, se decía Josh parado en el camino de tierra que se dividía en dos. Es sólo un bosque, son árboles, pájaros, insectos, algunos ciervos, quizá algunos jabalíes. Los fantasmas no existen, los malos espíritus sólo son imaginaciones y hay una luz contra la que no cabe ninguna amenaza de la oscuridad.
Josh inspiró para darse el valor que le faltaba y tomó el camino de la derecha, directo al bosque.
Según se iba adentrando en él, las copas de los árboles se hacían más densas y la ausencia del sol refrescaba el aire haciendo que se le erizara la piel de los brazos.
Sólo son dos kilómetros, pensaba, en menos de veinte minutos estaré fuera. El camino por el que se adentraba en el bosque era ancho, de ocho o diez metros, y se levantaba por los dos lados, de manera que la base de los árboles se hallaba a poco más de un metro de alto del suelo. Crecían muy juntos uno al lado del otro y, en el silencio reinante, se oían crujidos de ramas y hojas tras ellos.
Josh pensaba en la vista de satélite de esa parte de la región, el bosque sólo era una agrupación verde de copas de árboles con forma arriñonada, situada junto al lago de color verde oscuro. Si un satélite lo veía todo desde arriba, ¿qué miedo podía tener?
Mientras pensaba esto, la luz fue menguando paulatinamente. Josh sintió el pellizco del miedo en las tripas. ¿Por qué mengua la luz? No había ni una nube cuando he entrado en este maldito bosque. Y entonces recordó con terror que justamente ese día iba a haber un eclipse total de sol. No puede ser, no puede ser, ¿cómo he podido olvidar algo así?
Comenzó a correr de vuelta a la entrada del bosque, pero si sólo es un bosque, pensaba. Sentía un sudor frío en la nuca, cada vez estaba todo más oscuro, el camino por el que tan fácilmente había entrado caminando estaba ya tan oscuro que no veía a más de diez metros de distancia. Tuvo que dejar de correr.
¿Cuánto dura un eclipse? se preguntaba mientras miraba alrededor sin ver absolutamente nada. Por ese desplazamiento de percepción que se da en el cerebro cuando uno de los sentidos falla, al prescindir de la vista todos los sonidos ganaron en intensidad. Oía más crujidos de ramas que antes, y más cercanos.
Sólo es un bosque, sólo árboles, insectos… Se sentó en el suelo de tierra a esperar que volviera la luz, con las piernas encogidas y rodeándolas con los brazos, la cara cerca de sus rodillas. Entonces oyó pasos que se acercaban a él. ¡Pasos! Comenzó a temblar ostensiblemente pero guardó todo el silencio que pudo. Los pasos se detuvieron muy cerca de él, notaba la presencia de algo, o de alguien. Fuera lo que fuera, no emitía ningún sonido, ninguna respiración, ningún roce.
Alargó el pie izquierdo lentamente en la dirección en la que se había detenido lo que se había acercado a él. Nada, vacío. Movió la pierna a un lado, a otro… ¡y su pie tocó algo!
Con la velocidad que imprime el terror, se levantó de un salto y salió corriendo en dirección contraria, pero antes de haber dado dos zancadas algo le agarró de la camisa y en dos segundos se encaramó a su espalda haciéndole perder el equilibrio y cayendo de bruces al suelo.
Se levantó de nuevo e intentó quitárselo de encima dando codazos y alargando las manos hacia atrás para agarrarlo. Tocó una piel caliente y áspera como el tronco de un árbol. Agarró el brazo de lo que fuera y tiró fuertemente para librarse de él, al instante notó unos dientes sobre su mano y un dolor imposible le recorrió el cuerpo. Ya no tenía dedo meñique. Gritó y gritó y gritó mientras seguía luchando con lo que le apresaba por la espalda. Su propia sangre le salpicaba la cara con cada movimiento de la mano incandescente.
En uno de los intentos consiguió librarse del monstruo y pudo salir corriendo de nuevo hacia donde suponía que estaba la entrada por la que había accedido al bosque.
¡Salió!, ¡salió!, aun así, siguió corriendo por lo menos doscientos o trescientos metros hasta que se sintió suficientemente lejos del horror. Se giró jadeando, llorando y gritando y, en la penumbra cada vez más iluminada a medida que se terminaba el eclipse, vislumbró allá en la entrada del bosque una silueta en la que brillaban dos ojos de aspecto más humano que animal.
Resguardó la mano herida unos instantes debajo de la axila del otro brazo y apretó con fuerza los dientes y los ojos cerrados. Cuando los volvió a abrir ya había bastante más claridad y no había nada a la entrada del bosque. Se giró para volverse andando al pueblo de donde había venido y ¡SE DIO DE BRUCES CONTRA EL MONSTRUO!