El búho hace un gesto repentino hacia la cara del muchacho y se queda a unos pocos centímetros. El muchacho no tiene mucho espacio para moverse, un pie en una rama y otro en la de al lado. Todo sucede en dos o tres segundos, el búho se introduce en su cara, violentamente, y el muchacho en un gesto que había calculado sólo un momento antes se agarra con las dos manos a una rama y se deja caer quedando colgado de ella. El dolor que siente en la cara y en el interior del cuerpo es intensísimo. Grita con todas sus fuerzas pero lo que sale no es su voz de siempre, es algo que no es suyo, un sonido feo y terrible. Entonces suelta la rama y se deja caer, son sólo cuatro o cinco metros, pero en un último atisbo de consciencia sabe que se puede hacer daño.
Mientras va cayendo, los restos translúcidos del búho terminan de introducirse en su cara a través de la piel, a través de los ojos, de la boca, de la nariz… Cae de pie, eso amortigua el golpe, pero sus piernas están flojas y termina golpeando fuertemente el suelo con el cuerpo y con la cabeza. Aunque así lo creía, no ha perdido la consciencia, al contrario, siente lo que está ocurriendo y, al igual que la niña, su primera reacción es agarrarse la cara para intentar tirar de ella y sacarse al ser que se le ha metido dentro, pero en vez de hacer eso, se encoge sobre sí mismo, en posición fetal, tumbado en el suelo en medio de la oscuridad e intenta sentir qué está pasando en su interior.
El ser vuelve a tener ese espacio metafísico de oscuridad total con una abertura rectangular por donde puede ver el mundo exterior a través de los ojos del muchacho. Se revuelve histérico intentando tomar el control del nuevo huésped, quiere que se levante, que corra, que haga daño y que se haga daño y lo quiere ¡YA! Entonces algo inmaterial le apresa, le aprieta, le retiene, le amordaza. El ser siente terror, siente ira, se hincha con una fuerza destructiva e incontrolable y sin embargo, la mordaza que le retiene, tiembla un poco pero no cede, ¡NO CEDE!
El muchacho sigue en posición fetal y respira agitadamente, como lo hacen las parturientas cuando están a punto de dar a luz. Tiene los ojos semiabiertos, los abre del todo y deja de respirar unos segundos. Sufre una convulsión, como si le hubieran dado una patada en el abdomen, pero tensa todos los músculos y la contiene.
Sabe que tiene dentro algo maligno y sabe que lo tiene apresado, como un cazador que ha agarrado al animal por el sitio adecuado y, a pesar de los intentos por escapar, la llave hecha con los brazos y las piernas lo inmoviliza por completo.
Entonces se sienta en el suelo de tierra y mira a la niña que yace inconsciente unos metros más allá. Eructa con una fuerza descomunal. Necesita expulsar lo que tiene dentro pero no sabe cómo hacerlo. Ahora entiende lo que le pasaba a esa pobre chica. Ahora entiende y siente por ella una compasión sin límites.
Apoya la mano derecha en el suelo e intenta levantarse poco a poco. Le duelen los pies y las rodillas. Muy lentamente consigue ponerse en pie, se apoya en el árbol un momento y camina hacia la pequeña del camisón. Se arrodilla junto a ella, pasa el brazo izquierdo por debajo de sus omoplatos y el derecho por debajo de las piernas. Con un gesto paternal, se incorpora despacio, tanteando los dolores de su cuerpo y acuna a la niña contra su cuerpo para repartir bien su peso.
Está viva, respira muy flojito, pero lo hace.
Con pasos lentos comienza a caminar en dirección al borde del bosque, en busca de la carretera, del coche abandonado y de su amigo inconsciente.