El Mal – Capítulo 8

Los ojos ya se le han acostumbrado a la oscuridad y, aunque no hay luna, se ven las siluetas de las cosas, se ven las líneas de la carretera, se ven los árboles del bosque a unos doscientos metros a la derecha. Y se oyen las pisadas de la niña. ¡Estaba descalza! Sin dejar de correr con todas sus fuerzas oye, en el silencio absoluto que le rodea, el tud tud que hacen los pies de la niña mientras le persigue. Corre muy rápido, pero no tanto como para alcanzarle fácilmente.

De improviso da un quiebro a la derecha y enfila hacia el bosque. Cuando cambia el firme suelo de la carretera por el del campo irregular se da cuenta de que ya no puede correr tanto. Tiene que levantar mucho los pies si no quiere tropezar. De inmediato tropieza, pero no llega a caer y cuando se está recuperando, sin dejar de correr, tropieza de nuevo y cae, toca el suelo con las manos un segundo y se levanta como si tuviera un resorte. Ha mirado un segundo hacia atrás y ha visto la silueta de la niña saltando tras él. La niña jadea como un animal. ¿Qué demonios es esa niña? Una demente escapada de algún psiquiátrico, sin duda. ¿Cómo estará su compañero? Al menos ella no se ha quedado allí para liquidarlo. Se le erizan los pelos de la nuca.

Brincando sobre los montículos y baches del terreno llega a plena carrera a los primeros árboles y, a pesar de estar ya totalmente acostumbrado a la oscuridad, allí dentro no se ve prácticamente nada. Se ve obligado a dejar de correr y a andar tan rápido como puede esquivando los troncos que va tocando con los brazos extendidos, como si fuera un ciego en una habitación desconocida.

Cuando se ha adentrado unas decenas de metros en el bosque oye cómo la carrera de la niña se acerca y también se detiene. Ella tampoco ve.

Entonces decide subirse a un árbol, le parece lo más seguro. Se agarra al tronco del que tiene más cerca y comienza a subir trenzando los pies sobre el tronco y reptando como una oruga, primero tirando de los brazos, después recogiendo los pies hacia arriba, haciendo pinza con ellos y de nuevo estirando los brazos. Son pinos, huelen bien. Hace unos segundos que no oye los movimientos de la niña, él sin embargo, hace demasiado ruido cuando sus ropas se arrastran sobre la áspera corteza del árbol. Llega a las ramas altas, son gruesas y tupidas, se detiene acuclillándose entre dos de ellas y mira hacia abajo. El corazón le late tan deprisa que teme que le dé un infarto allí mismo.

Mira el suelo con detenimiento, a izquierda y derecha, intentando ver si aparece la niña, pero no consigue ver nada. De pronto detiene su respiración, ¡la ve! Ve su silueta blanquecina moverse lentamente entre los árboles cercanos. Parece que ella no le ha visto a él, pero se mueve como si intuyera que él se encuentra cerca.

El ser en el interior de la niña se agita histéricamente mirando por la ventanilla rectangular que le proporciona la visión de su huésped.

La niña se detiene justo en el árbol donde está subido el muchacho. Él la ve, ¡la ve!, y tiene tanto miedo que se pondría a llorar como un bebé si no fuera porque no quiere delatar su escondite. Desde donde está ve que la niña mira alrededor, se apoya en el tronco del árbol y entonces, lentamente, levanta la cabeza y mira hacia la copa del árbol. El muchacho distingue la redondez blanca de su cara de loca y, mientras la mira sin moverse, la niña se agarra al tronco y comienza a subir.