El Mal – Capítulo 7

En cuanto el vehículo deja de moverse, con el techo sobre la hierba, la niña sale andando agachada por la puerta del conductor. Está todo muy oscuro, tiene el pelo muy revuelto, más revuelto que antes, incluso, y el camisón está manchado de la sangre que le ha salido de una ceja, pintándole un reguero vertical por la mejilla hasta el borde de la mandíbula. La niña se toca la herida, hurga en ella y comienza a sangrar de nuevo, luego, con curiosidad, se chupa los dedos manchados de sangre.

Mira a su alrededor, casi no se ve nada, pero si presta atención puede ver las irregularidades del terreno a su izquierda, puede ver a la mujer tendida boca arriba inmóvil y más allá el borde de la carretera por la que venían. A su derecha, más o menos a la misma distancia que la carretera, están los primeros árboles de un bosque.

Entonces, muy a lo lejos, se ven aparecer las luces de otro coche. La niña fija su mirada en ellas y sale corriendo hacia la carretera. El ser no lo sabe, o lo sabe pero le es indiferente, los pies de la niña, que jamás han andado, y menos corrido, por en medio de un campo, sufren cortes y golpes con cada zancada que da durante la carrera. Si la niña no fuera sólo una carcasa del ser que la domina, probablemente se desmayaría de dolor.

Cuando llega al borde de la carretera, deja de correr y camina despacio hasta situarse en el centro, mirando en la dirección por la que se aproxima el coche, aún lejos.

En el coche van dos muchachos jóvenes, tienen puesta la música alta y de vez en cuando comentan algo entre ellos a gritos alta para superar el sonido de los altavoces. De pronto el que conduce se queda mirando hacia adelante muy fijamente, sacando un poco de cuello y agarrándose al volante como si fuera un balcón al que estuviera asomado.

– ¡Eh tío qué pasa! – le grita su amigo desde el asiento de al lado.
– Mira tío – dice el conductor con voz normal y después lo repite más alto porque se da cuenta de que su amigo no le ha oído. – ¡Mira tío, pero qué es eso!

Entonces el que va sentado en el asiento del copiloto mira hacia la negrura de la noche donde sólo se ven las líneas blancas de la carretera y la hierba y la tierra que la bordean. Pero mirando un poco más allá de donde alcanzan los faros se distingue algo en medio de la carretera. El conductor apaga la música por completo y se hace un silencio como de invierno nuclear, sólo se oye el ronroneo exterior del motor del coche. Lo que se ve más allá de los faros es la figura de una persona, parece alguien vestido de color claro. El conductor va aminorando la marcha y poco a poco se van acercando a lo que hay en medio de la carretera. Cuando los faros la enfocan ya no cabe duda de lo que están viendo, es una niña sacada de una película de terror. Se les hiela la sangre en las venas. Están realmente cagados de miedo porque es demasiado de noche, está demasiado oscuro, hay demasiado silencio y una niña con cara de demente con un camisón manchado de sangre, de pie en medio de la carretera les provoca una sensación claustrofóbica, como si se hubieran metido en un sitio peligroso del que no se puede salir. La niña no se mueve, sólo les mira. El coche no se ha detenido en ningún momento, pero circula tan despacio que podría detenerse de repente con total suavidad. Sin embargo el conductor tiene miedo de verdad y lo que hace es girar un poco a la izquierda para pasar por el lado de la niña. Mientras el coche va pasando la niña va volviendo a sumirse en la oscuridad y ha ido girando el cuello siguiéndoles con la mirada.

Cuando han rebasado la posición de la niña diez o quince metros el conductor detiene el coche.

– ¡Pero qué haces tío, por dios!, ¡arranca ahora mismo, joder, que me cago encima de miedo! ¡Pero tú has visto a esa niña! – le grita absolutamente inquieto su amigo.
– Qué te juegas a que es una broma de esas de cámara oculta – dice el conductor con el brazo izquierdo sobre el volante y girando el cuerpo hacia atrás para ver cómo la silueta de la niña sigue en el mismo sitio. Y le sonríe al amigo.
– ¡Cómo!, ¡pero tú estás loco, hombre!, ¡debe ser una esquizofrénica que se ha escapado de un internado o algo así! ¡Arranca y vámonos YA!
– ¡Ja, ja! Venga hombre, no seas gallina, que seguro que nos están grabando desde los árboles o están escondidos por ahí con cámaras infrarrojas.

El del asiento del copiloto mira la negrura alrededor y no está nada convencido de lo que se le está ocurriendo a su amigo.

Entonces el conductor se desabrocha el cinturón, abre la puerta y se baja del coche. Cuando su amigo ve que va avanzando despacio pero tranquilo hacia donde está la niña, abre también la puerta de su lado y baja del coche. Da un par de pasos y la cierra tras él, pero no avanza más allá.

El conductor sigue avanzando cada vez más despacio, con un poco más de precaución, como si se estuviera acercando a un perro herido, que puede ser bueno o que puede no serlo.

La niña se giró mientras el coche pasaba a su lado y ahora, durante la aproximación de ese muchacho, está de frente a él igual de inmóvil que ha estado todo el rato. Tanto ella como él están iluminados por las luces rojas de la parte trasera del coche.

El muchacho se encuentra ya a tan sólo dos metros de la niña se ha agachado un poco para ponerse a su altura al hablarle:

– Hey, chica, ¿qué te pasa, estás bien? – y piensa que vaya mierda de pregunta, siendo como es evidente, que la niña está a años luz de estar bien. – ¿Cómo te llamas, estás bien? – vuelve a preguntar mientras se va acercando cada vez un poco más.

Cuando está a tan sólo medio metro de ella alarga el brazo izquierdo muy muy despacio para apartarle suavemente los pelos de la cara. La niña no cambia de expresión y se deja hacer. Entonces el muchacho se vuelve para gritarle a su amigo:

– ¡Eh, acércate!, no pasa nada, sólo es una niña asustada.

Hacer eso fue un error. Fue un gran error. Cuando se giró hacia la niña, ella ya estaba a dos centímetros de su nariz, desprendiendo ese apestoso olor a pelo quemado. El muchacho dio un respingo hacia atrás y perdió el equilibrio. Antes de que pudiera recuperarlo la niña le había saltado encima y le clavó los dientes en la cara. Fue un solo mordisco, un mordisco animal, la niña apretó los dientes tan fuerte que aunque el muchacho dio un enorme grito de dolor, perdió el conocimiento al instante cayendo como un muñeco de trapo sobre la carretera.

Su compañero de coche que había visto esa escena de cinco segundos desde donde estaba comenzó a gritar como un loco y salió corriendo con toda la velocidad que eran capaz de proporcionarle sus piernas temblorosas. Temblorosas de verdad, sin fuerzas en los muslos, con las rodillas fallándole.

La niña al ver al otro correr, dejó de morder la cara de su compañero y saltó de inmediato tras él.

El chaval chillaba, chillaba y corría. Corría más de lo que había corrido en toda su vida, de hecho, de las pocas cosas que pensaba en esos momentos una de ellas era que no sabía que podía correr tan rápido.

Tanto la niña como él abandonaron la zona que iluminaban los faros del coche y se internaron en la oscuridad de la carretera.