21/01/2016

Una ensoñación: En la cresta de una duna, un Principito adulto me gritaba como un poseso. Era el Principito de los dibujos de Saint-Exupéry, pero no era un niño, sino un joven de veintitantos años. Y era un dibujo, igual que en el libro, no de carne y hueso.

Me gritaba con una retahíla interminable desde el centro de ese paisaje de cielo límpido azul y desierto con oleaje de dunas de color café con leche.

Según iba gritando, yo me iba alejando de él sin darle la espalda, pero no caminando hacia atrás, sino movido por la voluntad de la ensoñación. El Principito gritón quedaba cada vez más lejos y se oía cada vez menos. En algún momento, sus gritos fueron sólo un diminuto ruido en la quietud del desierto. Después desapareció por completo, de la vista y del oído.

Llegué a donde tenía que llegar, a una tienda montada con lonas, vientos y palos que daban sombra allí en medio del desierto. Estaba vestido como un jeque, con zaub y kufiya blancos y me veía más gordo de lo que soy en realidad. Acabé, en ese viaje marcha atrás que hice alejándome del Principito, recostado en un asiento confortable, indefinible en la ensoñación, mezcla de hamaca y sillón de almohadones.

Detenido mi movimiento, todo era silencio. Sólo se oía, como parte de los sonidos del desierto, la lona mecida por el viento con un ritmo tranquilo.

Dunas.

Cielo.

Brisa suave.

Entonces me quedé dormido.