Su vida

Esteban Rodríguez era un anciano tranquilo, de pelo blanco con algo de cresta, como si la moda punki de hace cuarenta años se hubiera quedado congelada en su cabello. Caminaba despacio por un sendero del Parque Norte. Las hojas de los árboles se movían de vez en cuando sopladas por una brisa cálida. Llevaba bambas blancas y sus cortos pasos dejaban en el camino el dibujo zigzagueante de las suelas.

De improviso, las huellas comenzaron a ser un poco más profundas, nada preocupante, apenas un centímetro donde antes eran de solo un milímetro, sin embargo, al avanzar un paso más y apoyar el pie derecho sobre la tierra, la bamba se hundió entera como si hubiera pisado algodón y al perder el equilibrio y echar todo el peso sobre el paso en falso, el suelo cedió por completo abriéndose un boquete de apenas medio metro de largo, por donde Esteban cayó de malas maneras.

Gritó algo y maldijo algo mientras se colaba rápidamente por el agujero golpeándose las piernas, las costillas, los brazos y la cara. En ese primer segundo ya se había roto algún hueso. Rodó muy deprisa por una pendiente de tierra y rocas mientras la poca luz que entraba por el agujero desaparecía en lo alto convertida en un punto que el polvo ocultaba.

Durante la caída algo le golpeó violentamente el pie izquierdo produciéndole un dolor inmenso que le hizo gritar con todas sus fuerzas.

En poco menos de un minuto la pendiente llegó a su fin y chocó con algo muy duro, probablemente una roca muy grande.

«Ay, Dios mío», estuvo a punto de susurrar dolorido, pero no pudo hacerlo porque un puñado de tierra le cayó en la cara tapándole por completo la boca, la nariz y los ojos.

Tosió, escupió, gritó y se sacó la tierra de encima dándose manotazos como pudo. La oscuridad era absoluta. Aparte de su respiración, solo oía el leve e intermitente crujir de los granos de tierra al rodar a su alrededor.

El pie izquierdo le dolía terriblemente. Tumbado de costado, como estaba, acerco la pierna al pecho para poder tocarse la extremidad dañada. El problema, el macabro problema, es que el pie izquierdo ya no estaba allí. Sus manos tocaron, al final del pantalón, un muñón empapado en el líquido caliente que sin duda era su sangre.

Gritó y gritó y gritó, más por terror que por dolor. Tenía tantos golpes repartidos por el cuerpo que le era imposible concentrarse solo en el dolor del pie, lo cual, de alguna triste manera, era un alivio.

El sonido de sus gritos le hizo suponer que se encontraba en un espacio de un par de metros, como el fondo de un pozo.

Sobreponiéndose al miedo y al dolor se sacó el cinturón del pantalón y, doblando la pernera izquierda hacia arriba, lo amarró todo lo fuerte que pudo alrededor del muñón para evitar desangrarse.

Extendió las manos hacia arriba, palpando la tierra hasta entender cuál era la rampa por la que había caído. Entonces, hincó el codo derecho en el suelo y, con mucho esfuerzo, giró y se incorporó hasta quedarse de rodillas y con las manos apoyadas en el suelo.

Alargó la mano derecha, en la más completa oscuridad, la clavó en la tierra y a continuación adelantó la rodilla derecha unos centímetros.

¿Cómo era posible que le hubiera pasado aquello? Hacía solo unos minutos era un anciano saludable de setenta y dos años y ahora estaba bajo tierra, con un pie amputado y desangrándose lentamente. Probablemente moriría allí antes de que su familia lo echara de menos, lo encontraran y consiguieran sacarlo.

Esteban Rodríguez sabía que la muerte le llegaría algún día, pero fantaseaba con la idea de llegar a los noventa. Quince o veinte años más de vida dan para mucho. A su edad ya había visto morir a mucha gente y se imaginaba que un día le tocaría a él pasar por el mismo proceso: empezar a visitar urgencias con cierta frecuencia, entradas y salidas del hospital, hasta que una de las entradas fuera la última. Alguna infección que los antibióticos no curarían o un fallo de varios órganos importantes. Sus familiares dándole ánimos pero todos entendiendo que el momento había llegado. Y finalmente él mismo abandonándose a los efectos de la morfina y entrando en la inconsciencia. Le daba vértigo imaginarse muriendo, ¿dejarse ir para no volver? Raro, muy raro.

En el Parque Norte iba cayendo la tarde y las sombras alargadas de los árboles se confundían con el agujero que involuntariamente había abierto Esteban en el suelo.

No tenía móvil, ni mechero, nada que pudiera darle un poco de luz, le dolía todo el cuerpo, especialmente el pecho y la pierna izquierda. Poco a poco iba ascendiendo a oscuras por lo que suponía que era la vía de salida. Una mano adelante, la tierra y las piedras entre los dedos, una rodilla adelante, la otra mano adelante, la otra rodilla. Resoplaba de cansancio y de dolor.

Los pantalones, al estar sin cinturón, se le habían ido bajando y arrastraban con ellos los calzoncillos, lo que dificultaba el movimiento de las piernas. Además, cuando resbalaba, restregaba los genitales por el suelo y el dolor era insoportable.

Un montón de tierra y piedras se desprendió de algún sitio y le cayó encima llenándole la boca, la nariz y los ojos. A los dolores que sufría se había unido el del ojo derecho, que tras la avalancha notaba fofo y lleno de tierra y sangre.

Morir, vivir, una mano, otra mano, una rodilla, otra rodilla. Micro avances para seguir vivo.

Muchas horas después la mano sanguinolenta de Esteban Rodríguez asomó temblorosa por el agujero de la superficie y, cuando se tumbó boca arriba y miró el cielo estrellado con el ojo que le quedaba, pensó que el día que le llegara la muerte le encontraría prácticamente hecho un pirata, con un parche en el ojo y una pata de palo.

Navidad canónica

En Menglingo no hay abetos, pero hay árboles parecidos que servirán igual. He arrancado uno, con algo de esfuerzo porque no estoy acostumbrado a hacerlo, y ahora lo llevo al hombro de vuelta a casa.

Por el camino la gente me mira de reojo, al final me he cansado de la carga y he parado un palanquín para que me ayude.

Bolas, adornos, no tengo exactamente, pero entiendo lo que son y los he fabricado yo mismo utilizando cáscaras duras de frutos que tienen forma más o menos esférica. He cortado en madera el adorno de arriba.

Mi habitación parece ahora un taller, hay herramientas por el suelo, tierra que se ha derramado al llenar el macetón donde he plantado el árbol, restos de los frutos que he roto para los adornos y trozos de ramas que han caído durante la operación.

Me dirijo a la mesa que está junto a la ventana para continuar leyendo sobre la Navidad y unos grandes cuervos negros que estaban mirando hacia adentro graznan ruidosamente y hacen un corto vuelo de retirada por si acaso me da por atacarles.

Leo el texto que tengo sobre la mesa: «En Navidad hay que hacer al menos una buena acción por los demás al día».

Me asomo al balcón y miro la multitud de gente que camina o se ocupa de sus asuntos buscando alguien a quien ayudar. Junto a la esquina de mi casa hay un palanquín con una rueda atascada en un agujero. El palanquero está intentando liberarla pero no tiene suficiente fuerza. Bajo corriendo antes de que se me escape mi buena acción del día y llego jadeante junto al pequeño incidente. Sin mediar palabra aplico mi fuerza junto a la del palanquero y, entre los dos, conseguimos liberar la rueda.

Vuelvo a mi habitación y sigo leyendo el texto sobre la Navidad. Es emocionante pensar que una vez hubo seres parecidos a nosotros que tenían ritos tan curiosos y sobre todo es muy interesante pensar que quizá esos seres que celebraban la Navidad vivían en el mítico planeta Tierra, de donde se supone que provenimos nosotros, los habitantes del planeta Menglingo.

Por último tengo que hacerme un propósito para el nuevo año y aunque en Menglingo no sea exactamente igual, mi decisión está tomada: dedicaré mis estudios a averiguar si el planeta Tierra existió alguna vez y si realmente los glings provenimos de él.

Las hormigas

Estoy en guerra contra las hormigas. En casa hay millones, las imagino recorriendo inagotables todos los túneles que unen los enchufes y los interruptores por el interior de las paredes. Hasta ahora las había aplastado con el dedo… en realidad, primero empecé usando una bayeta húmeda para borrar el camino químico que ellas trazan, para que no volvieran a pasar por ahí. Y funcionaba, no volvían a pasar por ahí, simplemente pasaban por otro sitio, por ejemplo a veinte centímetros del primero. De esto hace ya muchos meses. Después fumigué con insecticida un par de enchufes y durante un tiempo desaparecieron, pero fue una tregua de unos pocos días, me las volví a encontrar rastreando entre las bolsas de pasta y los paquetes de harina de la alacena. La alacena está suficientemente alta como para no abarcar todas sus estanterías con la vista, así que necesité una escalera de aluminio de tres peldaños para subir y poder vaciarla por completo. Entonces fue cuando me di cuenta por dónde entraban las hormigas, por un cuadrado recortado en la trasera del mueble, para hacer hueco a un enchufe que nunca usamos. Hasta ese momento no me habían tenido miedo, se creían muy listas, incluso más listas que yo, pero cuando cogí el rollo de precinto transparente y comencé a tapar el agujero del panel empezaron a ponerse tremendamente nerviosas, corrían en todas direcciones, intercambiaban mensajes químicos boca a boca a toda velocidad, las más locas acababan pegadas al precinto transparente. Yo las miraba pero no me daban pena. Quizá sentía una especie de empatía lejana, imaginándome a mí como un bicho pequeño y jugando con mi existencia algún dios caprichoso.
Después vino la estrategia del círculo, que consistía en trazarlo con insecticida alrededor de la bombilla de la cocina, pero duraba sólo unas horas, hasta que se evaporaba de la pared. Durante ese rato las hormigas enemigas se comían las migas… no, durante ese rato las hormigas enemigas salían de detrás del aplique de la lámpara y correteaban siguiendo uno de los miles de caminos trazados por sus compañeras las exploradoras, hacia la comida, pared abajo. Hasta que llegaban a la frontera tóxica que yo había dibujado con insecticida, entonces se detenían, dudaban un poco hacia la izquierda y otro poco hacia la derecha, se rascaban las antenas y la cabeza entera como si no entendieran nada, y se volvían por donde habían venido en busca de otro camino que las guiara hacia la comida, siempre y obsesivamente hacia la comida. Bueno, esto no es del todo cierto, también buscan agua. Sobre un mueble de la cocina hay una botella de veinticinco litros, tumbada sobre un soporte de forma que sea cómodo usarla sin tener que moverla. En la boca tiene un grifo enroscado que cambio de botella cada vez que se termina una y llega otra nueva. De la pared pasaron al mueble, del mueble al soporte, del soporte a la botella, y finalmente llegaron al grifo, un paraíso acuático a su alcance. De esto me di cuenta el primer día que me bebí unas cuantas sin querer.
Ayer, después de observarlas tanto rato como si hubiera sido un documental de la televisión, decidí probar a poner precinto alrededor del aplique de la lámpara de la cocina. No estaba muy convencido, porque pensé que si se encontraban cerrado el camino de la pared, se subirían por encima de la lámpara y acabarían saltándose el precinto por la cara de fuera. Pero no sucedió así. El aplique es cuadrado, y aunque parece que está pegado a la pared, hay un espacio de unos dos milímetros por el que se cuelan mis enemigas. Uno tras otro corté cuatro trozos de precinto transparente y los pegué alrededor del aplique, media superficie del precinto en la pared y la otra media en el metal, así por los cuatro lados. En las esquinas había pensado hacer un recorte muy profesional para que el precinto quedase perfectamente cuadrado, pero el cutter que tengo doesn’t cut, así que hice como se hace con el papel de regalo al envolver figuras irregulares, arrugar las esquinas. A los pocos minutos empezaron a salir hormigas de detrás de la lámpara, se encontraban con la cara pegajosa del precinto y comenzaban a buscar alternativas por todo el perímetro. Mientras tanto, iban llegando a la nueva muralla, creada por Yo Todopoderoso, otras compañeras provenientes del mundo exterior al precinto, el mundo donde está la comida y el agua. Ninguna de ellas llegó a pisar el plástico transparente pegado a la pared. Me imagino que no sólo por el olor químico, sino también por la enorme electricidad estática que tiene ese material. Yo las miraba analíticamente, intentando comprender sus intenciones y sus percepciones. Para saber si funcionaba el nuevo obstáculo tenía que eliminar a las que ya estaban fuera de él. Lo hice con el pulgar.
Media hora más tarde volví y, ¡sorpresa!, ¡habían encontrado un agujero!. En una de las esquinas se había roto un poco el precinto al arrugarlo, y por ahí salían y entraban a cientos, más que nunca antes había visto en fila, de hecho habían encontrado lo que pensé que nunca llegarían a encontrar, el cubo de la basura. Inmediatamente cogí el bote de insecticida y fumigué el camino desde el cubo hasta la lámpara. Cayeron todas en menos de un minuto, sembrando el suelo de pequeñas bolitas, cadáveres de hormiga. Puse un trozo de precinto extra sobre el roto y decidí comprobar todo una hora más tarde.
Hoy, veinticuatro horas después, todavía no han conseguido superar ese obstáculo. He visto a algunas exploradoras desperdigadas por algunos puntos de la pared, pero ni remotamente parecido a las multitudinarias filas que, desde hacía un mes, llegaban a todos los puntos alimenticios de mi cocina.

No es que las eche de menos, pero no dejo de pensar con qué estrategia van a contraatacar.

Ahora lo veo

Vivir era esto, pero yo no lo sabía;

sigo siendo un niño, aunque arrugas tenga.

Aquí sigo firme, aunque ya no me sostenga,

muriendo de amor hasta el último día.

 

La muerte está delante, yo ya la veía,

pero ya no le temo, que cuando quiera venga.

Descansar de todo esto también me arenga

aguantar impertérrito esta vida mía.

 

No odies, no confrontes, no te enfades,

vas a acabar igualmente criando malvas,

para qué perder el tiempo en maldades.

 

Un violonchelo, un cuadro, una sonrisa calva,

el mundo tiene esas tiernas bondades.

Entérate ya, es la belleza la que nos salva.

El viaje de vuelta

Amada mía, mañana se terminan estas vacaciones que han sido inesperadamente maravillosas. Cuando esta noche te he dejado en la puerta de vuestra casa alquilada, me he quedado abajo, cerca de la esquina de tu calle, apoyando el pie en la pared y mirando embobado la luz que salía por las ventanas. Tú estabas ahí dentro y parecía que el corazón se me iba a salir del pecho de pensar en ti, en tu nombre, en el olor de tu cuello cuando nos hemos abrazado durante estos días mágicos.

No podré olvidar la noche que pasamos en el jardín de atrás de la casa de nuestro amigo César. El césped estaba alto y las estrellas lo estaban aún más, diáfanas, blancas, brillantes, azuladas.

No podré olvidar las horas que pasamos en aquella tumbona, el peso de tu cuerpo echado de espaldas sobre el mío, mientras el firmamento nos servía de acompañamiento silencioso y nos contábamos quiénes éramos. Me parece increíble que tan solo haga un mes que nos conocemos.

Puede que sea manido decirlo así, pero te quiero más de lo que nunca pensé que querría a alguien.

Sé que podemos estar en contacto cuando nos marchemos de aquí, lo sé, pero también sé que eso no sirve de nada. No podemos inventarnos el amor, no podemos inventarnos la pasión y desde luego no podemos no estar donde tenemos que estar, donde podamos amarnos. Parece que esta playa donde nos hemos conocido podría ser un sitio al que podríamos mudarnos y empezar una vida juntos, pero si no fuera este sitio quizá podría ser otro. ¿Te imaginas vivir en Tailandia por ejemplo? Dicen que allí siempre es verano, je, je.

Sé que nada es fácil, que nuestras familias nos pondrán mil pegas, pero también sé que al final tendrán que ceder, no hay empresa más loable que la de elegir por amor. Si insistimos lo suficiente, ¡lo conseguiremos!

Te mando un beso, amada.

Ojalá podamos volver a vernos muy pronto.

Tuyo, Gabriel.

 

Amado mío, estoy segura de que tú también me vas a escribir una carta de despedida en esta última noche. Tengo la sonrisa en la boca y no se me quita.

Por otra parte estoy triste, no me gusta la idea de que nuestros coches mañana vayan trazando una V en el mapa, de viaje, de vacío, de volver, no de victoria.

Quiero agradecerte la dulzura con la que me has tratado. Me late el corazón muy fuerte cuando me acuerdo de la tarde que estuvimos en las dunas viendo la puesta de sol, aunque en realidad ella era la invitada a nuestra reunión, porque nos sentamos el uno frente al otro. Sí, la puesta de sol sucedía allá al fondo del horizonte y la mirábamos de vez en cuando girando la cara, pero preferimos mirarnos a los ojos y sonreír. Me late el corazón muy fuerte, como te digo, al acordarme de tu mano grande acariciándome la mejilla.

Te has portado como un caballero. Podríamos haber tenido sexo, en varias ocasiones tuvimos la oportunidad, pero a mí no me pareció lo adecuado y sin que hiciera falta dar más explicaciones tú entendiste. Me has conquistado con tu elegancia, tu fuerza y tu dulzura.

No sé qué vamos a hacer a partir de pasado mañana. ¿Dejaremos que el tiempo apague esta llama? ¿Nos escribiremos unas pocas cartas hasta que ya no sintamos el amor necesario para escribir la siguiente? Soy toda dudas (como has podido comprobar en este mes inolvidable).

¡Haz de caballero de nuevo!, ¡ven a buscarme a lomos de algún corcel y compartamos todos nuestros días, tardes, noches y amaneceres a partir de ahora!

Qué loca. Me has vuelto loca. Voy a dejar de escribir ya porque se me sale el corazón por la boca.

Te amo.

Un beso muy fuerte.

Toñi.

 

— Papá, ¿te encuentras bien?— preguntó Luisa desde el asiento del acompañante.

— Sí, hija, claro que me encuentro bien— respondió su padre, Gabriel, desde el asiento de atrás—. ¿Por qué lo dices?

— Porque llevas todo el viaje muy callado.

— Lo que le pasa es que está enamorado— dijo Diana con voz cantarina sentada a su lado.

— Qué lista eres, bandida— respondió Gabriel sonriendo y acariciando con dulzura el mentón de su nieta.

Salir a navegar

Tod mira la previsión meteorológica en la pantalla del ordenador. Mañana hará buen tiempo. Hay una pequeña borrasca mar adentro, pero está muy lejos de la costa.

Por la ventana abierta ve el pantalán del puerto meciéndose rítmicamente. Las embarcaciones amarradas producen un suave chapoteo y una brisa cálida entra en la habitación.

Para salir a navegar con motor, una vez que se entra en el barco por la popa, hay que levantar la tapa del suelo para comprobar que la parte del habitáculo donde están los dos fuera borda no está inundada ni tampoco pierden gasoil. Después hay que cruzar las puertas del camarote de cubierta y a la derecha, justo tras los cristales parabrisas, está el timón, que aunque parece un volante de coche, hay algo de sacrilegio en llamarle volante, así que es el timón.

Hay dos llaves para arrancar los dos motores fuera borda. Antes de arrancarlos hay que dar una vuelta por la cubierta y comprobar que el barco podrá salir sin dificultades de su amarre. Que las defensas están en su sitio y a buena altura para que al rozar con los barcos de los costados no se dañe ninguno.

Entonces hay que decirle a Sancho, el muellero, que desate los cabos de las cornamusas del pantalán mientras se arrancan los motores.

El primer petardeo suelta una nube negra de gasoil quemado que huele a gloria. Es el olor de los viajes, de las aventuras, del trabajo duro, de los pesqueros que van a África, de los trabajos que comienzan antes del amanecer, cuando la mayoría del mundo está aún dormido.

Sancho, que tiene la piel tostada, la barba canosa y áspera como puercoespín y los pantalones siempre arremangados, saludará mientras lanza los cabos sobre la cubierta de popa con la precisión de un jugador de la NBA. Sus manos son tan duras que puede abrir un botellín de cerveza metiendo el pulgar bajo la chapa y lanzándola por el aire con un gesto seco.

Después hay que empujar suavemente hacia arriba las palancas de potencia que están a la derecha del timón y un remolino de agua espumosa se revolverá tras la popa del barco mientras la proa comienza a salir del atracadero.

Una vez que el barco esté enfilando la bocana del puerto, habrá que encender el plotter, el radar y la emisora. Habrá ruido de estática cuando el práctico avise que el Trueno III está saliendo y las pantallas electrónicas de los otros aparatos muestren los mensajes de inicio.

Pasada la bocana, aunque sea un día tranquilo, el mar comienza a ser mar de verdad y no la calma chicha del puerto.

Tod espira por completo el aire de sus pulmones como si sus pensamientos hubieran llegado a un punto y aparte y comienza a escribir en la pantalla del ordenador:

«Papá, mamá, sé que no va a ser fácil, pero quiero salir a navegar. Ricardo me ha dicho mil veces que puedo ir en su barco cuando yo quiera y creo que ya quiero».

Entonces mueve su pupila y el dispositivo de seguimiento ocular que tiene instalado en su silla de ruedas hace que la flecha del ratón se desplace hasta el botón de enviar y, tras un rápido pestañeo, lo pulse.

La tempestad

El mar saltaba en colores de piedras: basaltos, malaquitas, granitos, colores oscuros. Estábamos en medio de la tempestad, Ramón al timón, Jenny desmayada en el camarote interior, Cecilia desmayada en el camarote de cubierta, justo detrás del asiento del timonel, Felipe y yo luchando en la popa contra las rachas de lluvia huracanada, helada, que nos calaba hasta los huesos, dejándonos la ropa pegada y pesada sobre la piel. Felipe me gritaba instrucciones para desenganchar las cañas instaladas en largos tubos de acero, recoger rápidamente el hilo, aguantando el poderoso carrete para pescar piezas de hasta ciento cincuenta kilos, de tal forma que no girase más aprisa que el hilo que sacaba del mar. Antes había que apretar el embrague lateral para impedir que la fuerza de las corrientes tirase del sedal más que el propio carrete.

El barco escoraba peligrosamente en todas direcciones, porque las olas habían dejado de atacar solo en un sentido, y la superficie del mar se había convertido en una formación de enormes colinas agitadas y espumosas sobre la cual el barco brincaba, insignificante frente a la fuerza incontrolable de la tempestad. El cielo se había oscurecido como si fuera a caer la noche, la visibilidad se había reducido a trescientos metros, una densa niebla cubría el resto. Íbamos descalzos, la superficie de teca de la cubierta de popa impedía que resbalásemos cada cinco segundos. Hablábamos a gritos, los motores rugían, el mar rugía, el cielo reventaba en truenos que hacían vibrar los cristales de las ventanillas. Los músculos de los hombros empezaban a quemar por el esfuerzo ininterrumpido de tirar de las cañas, de los hilos, de agarrarnos donde podíamos. Ramón, desde el interior del camarote, aferrado al timón, nos gritaba que el radar estaba en blanco, señal inequívoca de que nos hallábamos en el centro de la tempestad. El peligro de seguir avanzando es que podíamos empotrarnos en el costado de un petrolero sin verlo siquiera. El peligro de parar los motores era que la tempestad podía arrastrarnos durante horas hasta que descargase toda el agua de las nubes. Girando la cabeza por encima de mi hombro izquierdo, le grité a Ramón, sin soltar el hilo de la caña que estaba recogiendo, que subiese el volumen de la emisora, por si algún otro barco nos veía a nosotros antes que nosotros a él. El GPS funcionaba perfectamente, así que sabíamos que nuestro rumbo era cuarenta y cinco grados y que a menos de veinte millas estaba la costa, puerto seguro, aunque por la emisora avisaban que era imposible amarrar porque las olas de cuatro metros rompían furiosamente contra el pantalán e impedían la entrada suave de cualquier embarcación. Dos de los aparejos que teníamos en el mar eran dos curris de cinco céntimos atados con goma elástica a los soportes de aceros de las cañas, y sorprendentemente, ambos traían presa, dos bonitos de kilo y kilo y medio, mientras que las poderosas cañas no habían pescado nada. Los peces saltaban sobre el suelo de madera, en medio de las ráfagas de lluvia. Teníamos que quitarles los anzuelos y echarlos en la nevera portátil donde había seis o siete piezas más.

Antes de embarcar, por la mañana temprano, yo desayunaba unos cereales y un café con leche, sin contar con que el café con leche es pésimo para navegar y con que se adelantaba la hora de salida por el peligro de temporal. Así que me subí al barco tragando el último sorbo del desayuno. A los cinco minutos ya estaba el café con leche y los Special K de Kellogs en el fondo del Mediterráneo, y eso que el mar estaba calmo entonces, pero pasé los primeros minutos de navegación leyendo las instrucciones del plotter para enseñarle a Ramón cómo calcular la distancia desde la posición del barco a un punto cualquiera. A continuación llegó un mensaje al móvil y cuando intenté responder me vino la primera arcada. No me gusta vomitar pero también sé cuándo es inevitable, así que me asomé por la borda de estribor y eché el desayuno, la cena de la noche anterior y una lenteja que tenía atascada desde hacía un mes. Me enjuagué la boca con agua salada y se acabó el malestar.

Sin embargo en medio de los tremendos vaivenes de las olas, del ruido, del viento, de la lluvia, me encontraba a mis anchas. Me sentía pequeño, insignificante en medio de tal despliegue de poderío, de fuerza arrolladora, pero era como si el mar estuviera haciendo lo que tenía que hacer, la tormenta su parte y yo la mía. Me sentía parte de la naturaleza que me envolvía y que podía tragarme sin ser consciente de que me tragaba.

Cuando las cañas estuvieron recogidas me detuve a contemplar todo ese paisaje de movimiento, de agua, de sal y de espuma, agarrado al pasamanos de la escalerilla que subía a la cubierta superior. Felipe fue junto a Ramón para intentar sacarle alguna imagen al radar inutilizado por la tormenta, consiguió aclarar los contornos eliminando ruido de fondo, pero tan excesivo que un barco de cincuenta metros hubiera parecido una patera en la imagen verde de la pantalla. Poco a poco la tormenta fue amainando y la visibilidad aumentó. Cuando el barco dejó de brincar, Jenny salió del camarote con la cara blanca como el papel. Cecilia, todavía tumbada en el asiento de la cabina, se sujetaba la frente con el dorso de la mano izquierda y el estómago con la derecha, los ojos cerrados. Para cuando Felipe dio por buena la imagen del radar ya podíamos ver perfectamente el pantalán del puerto, con el faro en el extremo que se adentraba en el mar.

Ya en tierra, no paraba de pensar que podría haberme caído por la borda mientras les quitaba los anzuelos de cinco céntimos a los bonitos, con lo fácil que hubiera sido cortar el sedal.

Madre en el hospital

Corto el filete de merluza con el tenedor de plástico blanco que venía en la bandeja de la comida. La merluza se desmenuza en trozos grandes y sabrosos. Por la ventana de la habitación entra la luz amarillenta del atardecer.

Mi madre abre la boca un poco temblorosa y mastica con cuidado el pescado.

Sus ojos azules están un poco acuosos, tiene la cabeza vendada y se le ven restos de yodo por uno de los bordes de la venda.

Mientras cumplimos con el ritual de la cena, introduciéndole los bocados de comida uno a uno lentamente, con el ritmo que acompaña siempre a la edad provecta, recuerdo aquella vez, cuando yo era un niño, que ella intentaba untarme crema solar y yo no me estaba quieto porque lo que quería era irme a jugar con los demás a la playa. En el forcejeo, me arañó sin querer en un costado. El pequeño arañazo se volvió rojo al instante y comenzó a sangrar levemente. Yo grité como si el daño fuera mucho mayor y recuerdo –ahora, cincuenta años después– que exageré para que mi madre se sintiera culpable, porque –ahora lo sé como adulto– quería castigarla por no dejarme ir a jugar inmediatamente. Y recuerdo cuando me hice aquellas dos heridas abiertas y anchas en las tibias intentando saltar un murete de ladrillos en la puerta del instituto de bachillerato. Fui andando muy despacio por la calle desde el instituto hasta mi casa, mientras me sangraban las piernas por debajo de los pantalones, manchándome las lengüetas de las zapatillas, y al llegar, mi madre me curó como pudo, nerviosa de ver tanta sangre y sin saber qué hacer exactamente.

Ahora soy yo el que la cuida, como si fuera la hija que no he tenido, dándole de comer como a una niña pequeña. Ahora es ella la que tiene una cicatriz en la cabeza.

Entre bocado y bocado, mientras ella mastica despacio, le acaricio con suavidad la cabeza vendada.

Es un orgullo, dado lo difícil que es vivir una vida, haber llegado hasta aquí y estar aquí para cuidarla como ella me cuidó a mí los años que lo necesité.

Y sí, soy gay. Pero eso es harina de otro costal.

Pausa para una reflexión sobre el universo

Solo soy una mota insignificante en algún punto de esta bola azul.

Si se observa desde suficiente distancia, se ve todo inmóvil. Suficiente distancia deben ser unos cuantos miles de kilómetros. Quizá desde mil o dos mil kilómetros de altura se ve el disco completo de la Tierra y, aunque aquí haya huracanes y terremotos, desde allí arriba todo parece en calma. Quizá puedan verse ocasionales chispazos entre las nubes blancas, que seguramente tendrán formas espirales como galaxias, porque todo está metido, todos estamos metidos, en el mismo balde. A veces pienso en cuánto se parecen los remolinos que se hacen en un balde, cuando remueves el agua con un palo, a las formas que tienen las galaxias. Remolinos de centímetros contra galaxias de cientos de miles de años luz y aun así, las mismas formas.

La luna no ha salido aún y se puede ver el cielo negro plagado de estrellas. Estoy en la cara oscura del planeta. Visto desde el espacio, mi inmovilidad es doble, por la distancia y porque realmente no me estoy moviendo, aunque nada me gustaría más.

Es entonces, en medio de mis pensamientos, cuando empieza a soplar el viento. Me incorporo de un salto, manteniendo el equilibrio entre los troncos de la balsa que construí hace dos semanas ya. Oriento la vela, hecha con hojas enormes, de forma que se tense con el viento que sopla y miro las estrellas para mantener rumbo al oeste.

No sé nada de barcos, ni de estrellas, ni de vientos, pero sé que no me iba a quedar en aquella isla nada más que el tiempo necesario para averiguar cómo escapar de ella.

Puede que muera en el mar, pero habré muerto intentando vivir.

Investigadores

 

La sala circular tiene cincuenta metros de diámetro y un techo abovedado de doce metros de altura. Tanto el suelo como las paredes son de un material gris oscuro, de tacto suave, que amortigua las conversaciones de los veinte científicos que charlan entre ellos, mientras permanecen de pie esperando que comience la sesión.

Los científicos se encuentran delante de unos asientos organizados en dos matrices rectangulares, como si se hubieran levantado y caminado al frente, hacia una pantalla de cine inexistente. Los asientos están en el mismo centro de la sala circular, aislados como los bancos de una iglesia en el centro de una catedral.

La pared del fondo, tras la última fila de asientos, parece tan lisa como el resto de la sala, sin embargo, una puerta se abre y a través de ella entra otro científico que es al que todos estaban esperando para comenzar.

Se oyen unos murmullos de alegría y el sonido de roces de tejidos y pasos amortiguados que producen veinte personas al desplazarse unos metros y sentarse en sus asientos.

—Buenos días a todos —comenzó el científico jefe situado frente a los asientos, donde antes se encontraban de pie los demás—. Al igual que ustedes, he recibido el aviso del hallazgo hace sólo un momento. Para que conste en la grabación de la sesión, vamos a hacer un resumen de la situación y después conectaremos con el RUHB explorador.

Los científicos asintieron, ese era el procedimiento habitual. Las luces de la sala se amortiguaron hasta apagarse, a la vez que las paredes, el suelo y el techo abovedado se iluminaron hasta mostrar un paisaje desértico, montañoso, cubierto por un cielo azul en el que no se veía una nube. A todos los efectos era como si hubieran trasladado sus asientos a ese lugar. En el silencio de la sala podía oírse el viento que soplaba de vez en cuando.

—Día 172 del año 23 del siglo 30.007. Proyecto de investigación sobre el origen de la raza humana —dijo el científico jefe, y una tabla de datos relativos al proyecto apareció superpuesta a la imagen del desierto—. Según lo descubierto en los últimos años de investigación, la raza humana no se originó en el planeta Corona en el que nos encontramos, sino que proviene de otros dos planetas, Coside y Aliba. Sabemos a su vez que tampoco se originaron allí, sin embargo hasta ahora no hemos podido encontrar los planetas anteriores. En total tenemos pruebas de la existencia de humanos en Coside, Aliba y Corona durante los últimos tres millones de años. El proyecto ORIGEN ha enviado con éxito RUHB exploradores a planetas situados hasta un máximo de 120 años luz, pero por el momento ninguno de ellos ha encontrado trazas humanas. Hace escasamente dos clics* (*2 clics = 36 minutos) hemos recibido aviso del RUHB explorador que se encuentra en el tercer planeta de la estrella VV2708, a 40 años luz de Corona, indicando la presencia de formaciones rocosas regulares que podrían ser de procedencia humana. Para la coordinación instantánea con el RUHB estamos utilizando un módulo de partículas gemelas a las que no les afecta la limitación de la velocidad de la luz.

El RUHB que ha hecho el hallazgo lleva cargada la copia cerebral del doctor Mezago —y señaló la primera fila de asientos donde un investigador asintió dándose por aludido—, que es especialista en exogeología.

 

 

Lo que estos investigadores ignoraban es que el robot explorador RUHB estaba en el planeta que tres millones de años antes se había llamado la Tierra, en la actualidad completamente desértico, estéril y olvidado. Es más, lo que el RUHB había encontrado en su exploración eran los restos fosilizados de una minúscula parte de la que fue la biblioteca del Vaticano.

—Adelante RUHB, dinos que has encontrado —pidió el científico jefe—. Estamos todos en la sala de visualización.

—Hola, jefe —respondió el RUHB—, como podéis ver aquí hay una roca de unos dos metros de largo que tiene unas marcas geométricas. Son como rectángulos de distintos tamaños, unos junto a otros y manteniendo cierta alineación.

Los científicos miraron en silencio la roca, perfectamente visible en el soleado y desierto día azul. Intercambiaron en voz baja algunos comentarios.

—¿Qué crees que es, RUHB? —Preguntó el científico jefe.

—Esta roca ha sido movida hacia el exterior debido a la actividad volcánica. Las marcas rectangulares son, probablemente, el efecto de compresión y desplazamiento de los distintos materiales que han ido ascendiendo hasta alcanzar esta posición en la superficie.

—De acuerdo, RUHB —dijo el jefe científico—, toma unas muestras y volveremos a hablar en nuestra comunicación regular programada para dentro 500 clics.

Los científicos se levantaron, la imagen del desierto desapareció y la sala recuperó el tono gris que tenía al principio. Todos coincidían, con mayor o menor razón, en el análisis que había hecho el RUHB sobre la roca encontrada, lo cual no les restaba ni un ápice de interés al proyecto en curso para encontrar el origen del ser humano, o al menos el planeta anterior a los que ya se conocían.

El motivo por el que los científicos no supieron ver una estantería de libros en la roca encontrada era porque tras tres millones de años de existencia, los libros habían desaparecido hacía mucho tiempo.