Eran buenos chavales, divertidos, escandalosos, siempre riendo. Tenían todos entre once y catorce años y pasaban el verano en la playa de Malikaré.
Malikaré tiene cuatro grandes playas y una cala pequeña. La pequeña es la cala más al oeste del pueblo, la cala de los barcos abandonados. Para llegar hasta allí hay que cruzar un descampado de tierra dura y roja.
Para los niños, esa travesía tiene algo de viaje sin retorno. Son cinco, a veces se une alguno más del pueblo. Salen desde la casa de dos de ellos, que es la última casa al oeste. Primero van ellos y detrás van madres y padres cargando con sombrillas, neveras, toallas, cañas de pescar a veces.
El cielo es siempre de un celeste impoluto, con el sol ardiendo nítido durante el arco diario de su recorrido.
En medio del descampado hay un momento en el que casi no se ven las casas y casi no se ve el mar. Ellos no lo saben, porque son muy jóvenes aún, pero cruzar todos los días ese punto de no retorno hará que en el futuro sean más valientes. Pase lo que pase siempre esperarán ver el mar al final del descampado y siempre sentirán que sus padres les cubren las espaldas.
El descampado termina cuando se acaba abruptamente el suelo de tierra roja y lo siguiente es un escalón hasta la arena de la playa. La orilla está a veinte metros. El borde del suelo es irregular, dentado, los niños arrancan trozos de todos los tamaños y los lanzan al agua. Las explosiones son magníficas, porque además del agua que salpica muy alto hacia arriba, la tierra roja deja una nube de sangre sumergida que a los niños les permite jugar a bombardeos y cazas de ballenas y otros monstruos marinos.
Los padres se instalan en la playa, clavan sombrillas, extienden toallas, colocan sillas y neveras, abren las primeras cervezas.
La cala a la derecha hace un recodo donde se acumulan barcos abandonados. Todos estos barcos abandonados están semisumergidos. Los niños, a base de ir cada día a esa cala, ya se conocen el mapa del terreno. A la cala se entra atravesando el esqueleto de madera de lo que queda de un barco que debe llevar diez o veinte años allí. Ya hay mucha arena que lo cubre, así que se puede andar por su interior exactamente igual que por su exterior, la playa está fuera y dentro de él. Sólo asoman a la superficie las cuadernas quemadas y ajadas como espinas de un pez gigante.
Los niños entran en ese territorio conocido sin ningún plan, como cada día. A veces se encuentran flotando unas gafas de buzo viejas y llenas de pequeños caracoles marinos, atrapadas entre las maderas muertas, o una zapatilla del pie derecho que les da material para averiguar, incansablemente, el origen y las circunstancias que la han traído hasta allí. Muchas veces se habla de la costa de otros países. Cuando eso ocurre, vuelan silencios sobre ellos del tamaño de los océanos que sus imaginaciones tienen que sortear para cruzarlos.
– ¡Eh, venid!, ¡mirad lo que hay aquí! – grita uno de ellos a los otros.
En un segundo están todos allí contemplando a una gaviota.
– ¿No vuela? – pregunta alguno por encima del hombro del que tiene delante.
La gaviota está arrinconada, a un lado tiene madera de barco, por detrás tiene el agua de la playa que se mueve adelante y atrás diez centímetros al compás de la marea libre que existe fuera de la zona de los barcos abandonados, y por delante tiene la arena de la playa y cinco grandes humanos que le hacen sombra. Sin embargo si decidiera volar nadie podría impedírselo. Las gaviotas, aunque muy cercanas, siempre están fuera del alcance de los niños.
– Tiene una pata rota, ¿veis?, le cuelga tonta – dice uno de ellos.
– Debe pasarle algo más, no puede ser que no vuele sólo por la pata rota – comenta otro en voz alta.
– Seguramente estará enferma – dice uno.
– Y estará sufriendo – dice otro.
– Mi padre dice que a los animales que sufren hay que sacrificarlos – dice otro y todos le miran porque acaba de definir qué es lo que tienen que hacer.
Van a sacrificarla, es lo que tienen que hacer, se ponen a buscar con qué. La gaviota ve cómo se alejan y se relaja un poco, da unos saltitos por la arena dejando la huella poligonal de su única pata buena. Pero los niños vuelven y se arrincona otra vez. Uno de ellos, el mayor y el más fuerte, carga con un trozo de madera enorme, se le marcan las venas de los bíceps y del cuello por el esfuerzo. Se detiene un momento frente a la gaviota, rodeado por sus secuaces que lo miran todo con la curiosidad de estar ante algo que es más grande que ellos, levanta la madera todo lo que puede y la arroja sobre la cabeza de la gaviota. Entre todos mueven la madera para ver si el sacrificio ha funcionado, pero la gaviota, aunque muy maltrecha, todavía se mueve. Levantan la madera, ahora entre dos, y la vuelven a soltar sobre el pájaro. Después de varios intentos, parece que por fin está muerta. Dejan la madera sobre ella a modo de lápida y siguen investigando entre los restos de los barcos abandonados.
Treinta años más tarde, el mayor de esos cinco amigos, el verdugo, el asesino, sigue acordándose de aquel asesinato. Ya es un hombre adulto, y le han pasado cosas mucho peores en la vida, pero justo porque ha crecido, ha aprendido que vivir en este mundo es un juego de equilibrios, entre lo que tienes y lo que no tienes, entre lo que viene y lo que se va… Y sabe que lamentar interiormente la muerte de aquel animal es lo único que puede hacer para compensar su asesinato. Y pedirle perdón cada vez que se acuerda.