03/12/2015

No verlo más, después de trece años, duele un poco, aunque sólo sea un coche. No es sólo un coche, es un pedazo de mi existencia, como mi brazo no es sólo carne, es una parte de quién soy y cómo soy.

Esta mañana, cuando me subí, pensaba que iba a ser el último paseo, le notaba taciturno. Un viejo coche con veintitrés años a cuestas, como un anciano de noventa que está más o menos sano, sólo tiene los achaques de la edad.

Notaba su miedo. No pasa nada hombre, le decía yo con voz tranquila, mientras la carretera de camino a la oficina pasaba bajo nosotros, has tenido una vida estupenda, te has portado bien todos y cada uno de estos miles de días, incluso cuando te has averiado.

Notaba cómo la personificación de su alma de coche en anciano humano asentía sin dejar de caminar y sin dejar de mirar hacia adelante.

Lo llevé al lavadero, le aspiré todas las ramitas y hojas de la última excursión que hicimos con los niños. Antes de ir, frente a la puerta de casa, saqué las sillitas del asiento trasero, las sombrillas de la playa del maletero y la botella de cinco litros de refrigerante verde. Todas las cosas inútiles de la guantera. Sólo dejé el librito con tapas de plástico que contiene los papeles del coche.

Después de lavarlo y aspirarlo el anciano lucía su mejor aspecto, su ropa vieja, de usada, pero no ajada, ni maltratada y una expresión de inevitabilidad, de entender su destino inminente.

– ¿Me va a doler?

– ¡Anda ya! – le decía yo con una punzada de pena. – Irás al desguace y desde allí, poco a poco, irás dándole piezas a otros coches que las necesiten. Igual que otros coches te las han dado a ti.

Él guardó silencio, se caló mientras esperábamos al ralentí en un stop y continuamos de camino a la oficina. De vez en cuando yo acariciaba muy suavemente el salpicadero, sin decir nada.

La chica del concesionario nos llamó antes de llegar a la oficina. Había llegado el momento. Cambié de rumbo y en diez minutos estuvimos frente a la puerta del garaje. Hice unas complicadas maniobras con el volante sin dirección asistida del anciano y por fin entramos en un aparcamiento de tienda, todo luz, brillos y cristaleras.

Bajé del coche, saqué las dos únicas cosas mías que aún quedaban dentro y cerré la puerta. Esa sí era la despedida, aunque estuviera allí mismo, aunque no me hubiera movido ni medio metro. Mirando por última vez la chapa gris donde habían saltado algunas lascas de pintura y sin pronunciar palabra, le dije adiós.

Alrededor había coches jóvenes, fuertes, adolescentes, inconscientes y desmedidos. Uno de ellos mi nuevo coche.

Ahora ya es medianoche, estoy en casa en el silencio donde todos duermen y sé que, a pocos kilómetros, mi viejo coche permanece insomne en la oscuridad, recordando los días de lluvia, los días de sol, las locuras de las noches de fin de año, las ruedas enterradas en arena de playa y echándome de menos como yo le echo de menos a él.