Hace aproximadamente unos pocos de años
(yo qué sé cuántos...) un compañero de la
facultad me dejó leer una historia escrita por un gran amigo suyo:
“chascos”. Dicha historia relataba ingeniosamente una serie
de experiencias desagradables y episodios de mala suerte que protagonizaban
su vida, muy graciosa, por cierto. Yo sí que me río ahora,
de su historia y de la mía, pues muy a mi pesar he podido comprobar
cómo de repente las cosas se tuercen, se retuercen más bien,
y en menos de lo que se puede imaginar, todo se va literalmente a la mierda.
La verdad es que los primeros 24 años y 4 meses (más o menos)
de mi vida se puede decir que han pasado sin ofrecerme demasiadas sorpresas.
Quiero decir que, en general, han transcurrido sin más, con un
poco de todo, buenos y malos momentos (no soy nada original en esto),
pero siempre dentro de lo que llamamos “normalidad”. Sin embargo
en el último mes y medio se me han acumulado todas las sorpresas
y los ya nombrados “episodios de mala suerte” que me correspondían,
demasiados para mi gusto.
Pasé los últimos meses de mi ‘vida tranquila’
estudiando para terminar la muy puñetera carrera de Matemáticas,
que ya era hora, todo hay que decirlo, y el enorme descanso que supone
ponerle punto y final a algo tan importante creo que fue lo que me trastornó
las pocas neuronas que me quedaban. Y me puse a pensar (primer error...).
Claro, abatida por la enorme tranquilidad que lo invadía todo,
se me ocurrían ideas bastante absurdas y estúpidas. La más
fuerte de estas ocurrencias, la más arriesgada, la más fascinante
y, por supuesto, la más estúpida fue la que cambió
mi estupendo estado de relajación ante la vida. Una tarde cualquiera,
durante un cafelito en el pub irlandés de mi pueblo (el ‘two
sisters’, taco de hortera...), una amiga me contó que estaba
cansada de buscar y no encontrar trabajo en esta maravillosa provincia,
así que estaba pensando en probar suerte y trasladarse a Las Palmas
de Gran Canaria y así, de paso, conocería a su novia cibernética.
Yo, que a esas alturas ya estaba tela de aburrida, quedé encantada
por aquella fantástica idea, y en ese momento fue cuando empecé
a comerme la cabeza y a pensar de forma equivocada. Y como soy así
de bruta, me empeñé en hacer ese viaje con ella. La terminé
de convencer, le di la lata bastantes tardes, le metí un poco de
prisa y a principios de mayo ya teníamos los billetes de avión.
Salida: el día 20, regreso: ni puñetera idea, plan establecido:
ninguno en concreto, dinero disponible: poco, posibilidades de éxito:
escasas. Aún así, a mí me seguía pareciendo
una idea perfecta (hay que ver lo imbécil que se queda una cuando
termina la carrera, coño!). Además mis padres, aunque no
lo veían muy claro, me ofrecieron su apoyo y Antonio, mi niño,
también supuso un pilar muy fuerte en el que apoyarme.
Y así llegó el 20 de mayo. Abandoné Sevilla bastante
tristona, pero con muchas ganas de cambiar mi vida, de trabajar, de tener
piso propio y, en definitiva, de independencia. Nos recogió en
el aeropuerto de Las Palmas Carmen (la cibernovia de mi amiga, que a partir
de ahora será Agüi) y nos llevó a una pensión.
Evidentemente, dada la situación comprometida del encuentro amoroso,
no llevaba ni una hora en la isla y ya me había quedado sola, pero
bueno, me dí una duchita y me fui a la calle, compré un
par de periódicos, me metí en una cafetería muy chula
y me puse a buscar piso y trabajo; en aquellos momentos (qué ingenua,
por Dios!), pensé que sería relativamente fácil encontrar
ambas cosas. Pasaron unos diez días hasta que alquilamos un pisito
monísimo. Los diez fueron prácticamente iguales, todos desesperantes,
todos nublados, todos carísimos y todos me dieron dolor de pies
(no me quiero ni acordar de las caminatas que nos pegamos). Pero bueno,
ya teníamos cuarto de baño propio y una habitación
para cada una, y eso era muy, muy, muy agradable. Era un piso bastante
grande, nuevecito, con termo eléctrico, lavadora y vitrocerámica,
sito entre dos avenidas principales y, por tanto, bien comunicado con
toda la ciudad. Además teníamos muy cerca un montón
de comercios de todo tipo, así que de puta madre. No tardamos en
descubrir que también teníamos al lado la calle Molinos
de Viento, digamos que era poco recomendable pasar por allí a ciertas
horas (qué coño,a cualquier hora!!!), pues podía
confundirte algún tío con un cochazo que te ofrecía
todos sus “encantos” por un poco de sexo. Primer problema.
En ese momento, yo creí que las cosas iban a empezar a cambiar
para mejor, pues los pocos días que llevaba conviviendo con la
vida canaria no me habían regalado demasiados buenos ratos. Nada
más lejos de la realidad. La tarea de repartir curriculums por
los colegios y academias cada vez se hizo más pesada, más
que nada porque levantar a Agüi antes de las once de la mañana
no es ni mucho menos fácil. Y claro, lo primero es el café,
muy tranquilamente por supuesto. Ella ojeaba el periódico durante
unos 45 minutos mientras yo me dedicaba a darle vueltas a la cabeza y
a encabronarme, claro, porque para eso me levanto yo sola un par de horitas
antes y por lo menos me entretengo enterándome yo de las noticias
(para que se hagan una idea, desayunar con Agüi es igual de apasionante
que hacerlo con una figurita de porcelana). A eso de las 12 y cuarto empezaba
nuestra búsqueda de trabajo por la isla, pero como a la una cierran
las Empresas de Trabajo Temporal y poco después cierran los colegios,
el entretenimiento era bastante corto. De vuelta a casa preparaba, YO,
la comida. El ratito de homenaje al estómago era casi tan divertido
como el desayuno porque, como todo el mundo sabe, los mundiales de fútbol
están por encima de todo, y tocaba escuchar entrevistas, debates
y una larga lista de programas idiotas que se organizan para estos eventos.
LLegaba la hora de la siesta, y con ella algo que, aunque ya sabía,
no había podido comprobar directamente hasta aquellos momentos.
Mi marchosa amiga Agüi puede pasarse 3 horas seguidas sentada delante
de un librito de autodefinidos sin hacer ningún tipo de esfuerzo,
es increíble!!!!. Alternativa: la playa, joder, estaba en una isla
y allí hay mar por todas partes. Problema: hoy parece que hace
frío y mucho sol, lo que se dice mucho sol, no hace, así
que la alternativa a la mierda. Así que las tardes idem de lo mismo,
charlar con las paredes y, con un poco de suerte, la obligación
de ir al super me entretenía durante un ratillo.
A mi estado de soledad absoluta se unieron algunos factores que fui descubriendo
con el paso de los días. En mi estupendo piso había cucarachas
y yo les tengo una fobia incontrolable, y un grillito minúsculo
que por las noches le daba por dedicarnos largos conciertos para velar
por nuestro descanso, qué monada de bicho. Yo sólo lo vi
una vez, y durante el resto de mi vida me arrepentiré de no haberme
cargado al muy hijo de puta. Carmen por su parte aparecía por allí
en sus días de descanso, pasaba un par de noches en casa y después
desaparecía. Es una persona agradable y, a ratos, bastante divertida.
Pero tiene una pequeña peguita: es casi tan neurótica como
Agüi y, además, a pesar de tener 31 tacos, todavía
no se ha enterado de que la jarra de agua en el frigorífico pero
sin agua dentro lo único que hace es estorbar, que el rollo de
papel higiénico colgado pero sin papel no sirve absolutamente para
nada y que después de comer es recomendable siempre quitar al menos
tu plato de la mesa, más que nada por educación y para evitar
visitas de cualquier otro tipo de bichos que todavía no tuviéramos.
Claro que Agüi, a sus 28 años, tampoco tiene muy clara ninguna
de estas cosas. Son tal para cual.
El caso es que, aun así, tardé en decidir volverme a Sevilla.
Creo que hubo unos cuantos detalles que agotaron del todo mis ganas de
independencia. Uno de ellos es que había unos argentinos viviendo
en el piso de abajo que al parecer sólo tenían un disco
(pobrecitos) y lo ponían durante toda la tarde: Marta Sánchez.
La odio. Pero ellos no lo sabían, nunca preguntaron tampoco, y
quisieron compartir con nosotras su amor por la buena música poniéndola
a todo carajo durante todas las eternas, frías y aburridas tardes
canarias. Todo un detalle, sí señor. Una noche, que para
no variar estaba sola, hubo una pelea de pareja en el primer piso tan
escandalosa que me asustó bastante. Gasté el saldo del móvil
llamando a la policía local y nacional (para nada...) y pasé
un par de horas bastante acojonada. Y es que no era para menos, entre
la soledad, la calle Molinos de Viento, el contrabando de tabaco por todas
partes, los indigentes, los inmigrantes ilegales, los moros (me pidieron
matrimonio, por cierto, tres de ellos) y, en general, la inseguridad que
reinaba por toda la isla, provocaba un continuo estado de alerta y acongojamiento.
Y hablando de todo esto, tengo que decir que durante el mes que pasé
en Las Palmas, sólo hubo tres noches que le eché valor al
asunto y llegué a casa más tarde de las ocho y media: fuí
dos veces al cine (una de ellas sola) y otra al teatro (también
sola, qué triste!!), pues aguantar en la calle un poco más
de tiempo era arriesgado (una vez me llamaron ‘hija de puta barata’
por no llevar nada suelto...). A todo esto se unían las escasas
posibilidades de encontrar trabajo, que quedaron confirmadas después
de leer en el periódico local que la tercera localidad española
con mayor índice de paro era Las Palmas de Gran Canaria (seguida
de Dos Hermanas, mi pueblo).
Supongo que metida en tal batiburrillo de circunstancias llegó
el momento de la decisón: “Yo me voy a mi casa, coño”.
Así que me fuí a una agencia de viajes y me informé
de todas las ofertas de vuelos. Como todo esto era a principios de junio
y ya había pagado el alquiler del piso, decidí comprar los
billetes para finales de mes, así me pegaba por lo menos unos días
de vacaciones. Ruta: a las 10 de la mañana primer vuelo Las Palmas-Tenerife
Norte y a las 17:45 Tenerife Norte-Sevilla.Me pareció un poco coñazo
el hecho de tener que estar esperando tanto tiempo en el aeropuerto para
coger el avión a mi casa (una vez más, qué ingenua!!),
pero merecía la pena porque era una gran oferta y suponía
un considerable ahorro en mi ya casi agotado presupuesto. Durante los
siguientes días las cosas no cambiaron demasiado, siguió
el mal tiempo (miento, recuerdo que un día salió el sol,
y me quemé), las horas y horas de conversar con las paredes, el
retorcimiento de cuernos con Carmen y Agüi, Marta Sánchez,
la inseguridad, el acojonamiento, la falta de curro, la pena continua,
las cucarachas, el grillo...en fin, al menos tenía la impresión
de que las cosas no podrían ir peor y eso me reconfortaba, pero
de vacaciones cero patatero. De nuevo estaba equivocada. Mi niño,
Antonio, me anunció una tarde que andaba un poco pensativo. La
sensación, para que el lector se haga una idea, era exactamente
que lo nuestro iba a terminar, si no en ese momento, a mi vuelta. Y por
otro lado, mirando mis billetes de avión me di cuenta de un detalle
que había pasado por alto hasta ese momento: fecha de salida el
día 20 de junio, Huelga General para que lo sepan los despistados,
y sin poder cambiar la fecha del segundo vuelo por la ya citada superoferta.
En aquel preciso instante de mi vida me planteé que, efectivamente,
ya no podía pasarme nada más, esta vez en serio, y si era
así ya me daba igual.
Los días pasaron muy lentamente hasta que llegó el 19. Por
supuesto los aeropuertos no habían dicho nada de lo que pensaban
hacer el día de la huelga, pero lo que sí sabía es
que no iba a circular ningún taxi. A las dos y media de la tarde
apareció la supercibernovia maleducada de mi amiga esquizofrénica
con el periódico. Se confirmaba que el vuelo de Las Palmas-Tenerife
de las diez estaba cancelado, de puta madre, y el único que realizaba
ese trayecto salía a las 8, por suerte a las 8 de la mañana.
Me planté en la agencia a las cuatro y media y, OH!!!, gran noticia,
quedaban plazas y pude cambiar el billete. El siguiente problema apareció
cuando me enteré de que la única forma de llegar al aeropuerto
para coger ese vuelo era yéndome en el último autobús
de la noche, a las doce y media. Pero bueno, no problem, pasaría
la noche tirada en un banco rodeada de maletas pero por lo menos ya iba
caminito de casa. Llegué a la estación de guaguas a las
doce menos diez y un señor de uniforme muy amable me aconsejó
que no esperara el autobús planeado, pues no era seguro que viniera
a trabajar el chófer, y que cogiera otro que salía en ese
momento y me dejaba frente al aeropuerto. Lo único que tendría
que hacer era atravesar un subterráneo y cruzar la autopista, así
que le hice caso. El conductor paró de repente en medio de la nada
y me indicó (muy sonriente, eso sí) por dónde tenía
que ir. Me señaló un caminito de unos 60 centímetros
de ancho, haciendo eses, de tierra y rodeado de arbustos y oscuridad.
Ese era el subterráneo anunciado. ¿He dicho ya que estaba
lloviendo? Pues eso, llovía a cántaros y ,entre la ruta
a seguir, los 31 kilos de mi maleta (vaya idiotez esto de las ruedas),
la mochila, el bolso y la ausencia de semáforo para cruzar la autopista
tardé unos 15 minutos en llegar a mi destino. Y me encontré
con todas las puertas cerradas con un cartelito precioso y muy colorido
que decía CERRADO POR HUELGA. Ahí fue cuando empecé
a querer morirme, pero tuve otro golpe de suerte y conseguí entrar.
Pasé toda una hora sentada debajo de la maquinita de aire de los
servicios para secarme un poco, destrozada y deprimida, y el resto de
la noche en vela, tomando cafelitos y haciendo autodefinidos (todo se
pega...). La primera parte del trayecto pasó sin más sobresaltos
y a las 9 de la mañana ya estaba con mi equipaje en Tenerife. El
siguiente contratiempo apareció cuando descubrí la ingeniosa
protesta de los trabajadores de aquel aeropuerto: habían guardado
bajo llave todos los carritos, así que me pasé 8 horas cargando
con mi maleta de 31 kilos y ruedas inútiles hasta que pude facturar.
De todas formas ya eran las 5 de la tarde, y eso significaba que en 3
horitas estaría en casa. Dormí durante el vuelo a Sevilla
y cuando llegué me estaba esperando Antonio, aunque no sabía
muy bien si seguir llamándolo ‘mi niño’. Me
llevó a casa a ver a mis padres (que alegrón, por Dios!!!!!)
y nos fuimos los dos a cenar. Como ya se puede imaginar, mi niño
me dejó aquella misma noche.
Balance final: con mi mala elección perdí todo el dinero
que tenía ahorrado (es más, ahora tengo una roncha en el
banco de tres pares de cojones), perdí una amiga (que, aunque esquizofrénica,
era amiga, joder),perdí mis ganas de trabajar (de todas formas
es misión imposible, así que casi lo agradezco...), perdí
un par de kilos de la pena (guay!), perdí casi todos mis sueños
y perdí a mi niño, mi amigo erótico o como se le
llamen a esas personas especiales que te alegran la vida. Pero conseguí
algo muy importante, y es la certeza absoluta de haber tocado fondo. Lo
que quiero decir con esto es que todo lo que me pase a partir de ahora
seguro que es algo positivo, estoy convencida, aunque, ahora que lo pienso...¿he
mencionado a mi dentista? En fin, eso ya es otra historia.
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