El mar saltaba en colores de piedras: basaltos,
malaquitas, granitos, colores oscuros. Estábamos en medio de la
tempestad, Burillo al timón, Jessica desmayada en el camarote interior,
Iliana desmayada en el camarote de cubierta, justo detrás del asiento
del timonel, Ricardo y yo luchando en la popa contra las rachas de lluvia
huracanada, helada, que nos calaba hasta los huesos, dejándonos
la ropa pegada y pesada sobre la piel. Ricardo me gritaba instrucciones
para desenganchar las grandes cañas instaladas en largos tubos
de acero, recoger rápidamente el hilo, aguantando el poderoso carrete
para pescar piezas de hasta 150 Kg., de tal forma que no girase más
aprisa que el hilo que sacaba del mar. Antes había que apretar
el embrague lateral para impedir que la fuerza de las corrientes tirasen
del sedal más que el propio carrete.
El barco escoraba peligrosamente en todas direcciones, porque las olas
habían dejado de atacar sólo en un sentido, y la superficie
del mar se había convertido en una formación de enormes
colinas agitadas y espumosas sobre la cual el barco brincaba, insignificante
frente a la fuerza incontrolable de la tempestad. El cielo se había
oscurecido como si fuera a caer la noche, la visibilidad se había
reducido a 300 metros, una densa niebla cubría el resto. Íbamos
descalzos, la superficie de teca de la cubierta de popa impedía
que resbalásemos cada cinco segundos. Hablábamos a gritos,
los motores rugían, el mar rugía, el cielo reventaba, cada
vez con más frecuencia, en truenos que hacían vibrar los
cristales de las ventanillas. Los músculos de los hombros empezaban
a quemar por el esfuerzo ininterrumpido de tirar de las cañas,
de los hilos, de agarrarnos donde podíamos. Burillo, desde el interior
del camarote, aferrado al timón, nos gritaba que el radar estaba
en blanco, señal inequívoca de que nos hallábamos
en el centro de la tempestad. El peligro de seguir avanzando es que podíamos
empotrarnos en el costado de un petrolero sin verlo siquiera. El peligro
de parar los motores era que la tempestad podía arrastrarnos durante
horas hasta que descargase toda el agua de las nubes. Girando la cabeza
por encima de mi hombro izquierdo, le grité a Burillo, sin soltar
el hilo de la caña que estaba recogiendo, que subiese el volumen
de la emisora, por si algún otro barco nos veía a nosotros
antes que nosotros a él. El GPS funcionaba perfectamente, así
que sabíamos que nuestro rumbo era 45º, y que a menos de 20
millas estaba la costa, puerto seguro, aunque por la emisora avisaban
que era imposible amarrar porque las olas de 4 metros rompían furiosamente
contra el pantalán e impedían la entrada suave de cualquier
embarcación. Dos de los aparejos que teníamos en el mar
eran dos curris de 10 pts atados con goma elástica a los soportes
de aceros de las cañas, y sorprendentemente, ambos traían
presa, dos bonitos de kilo y kilo y medio, mientras que las poderosas
cañas no habían pescado nada. Los peces saltaban sobre el
suelo de madera, en medio de las ráfagas de lluvia. Teníamos
que quitarles los anzuelos y echarlos en la nevera portátil donde
había seis o siete piezas más.
Antes de embarcar, por la mañana temprano, yo desayunaba unos cereales
y un café con leche, sin contar con que el café con leche
es pésimo para navegar y con que se adelantaba la hora de salida
por el peligro de temporal. Así que me subí al barco tragando
el último sorbo del desayuno. A los cinco minutos ya estaba el
café con leche y los Special K de Kellogs en el fondo del Mediterráneo,
y eso que el mar estaba calmo entonces, pero pasé los primeros
minutos de navegación leyendo las instrucciones del plotter para
enseñarle a Burillo como calcular la distancia desde la posición
del barco a un punto cualquiera. A continuación llegó un
mensaje tuyo al móvil y cuando intenté responderte me vino
la primera arcada. No me gusta vomitar pero también sé cuándo
es inevitable, así que me asomé por la borda de estribor
y eché el desayuno, la cena de la noche anterior y una lenteja
que tenía atascada desde el mes pasado. Me enjuagué la boca
con agua salada y se acabó el malestar.
Sin embargo en medio de los tremendos vaivenes de las olas, del ruido,
del viento, la lluvia, me encontraba a mis anchas. Me sentía pequeño,
insignificante en medio de tal despliegue de poderío, de fuerza
arrolladora; pero era como si el mar estuviera haciendo lo que tenía
que hacer, la tormenta su parte y yo la mía. No sé como
explicarlo, me sentía Natural, parte de la naturaleza que me envolvía
y que podía tragarme sin ser consciente de que me tragaba.
Cuando las cañas estuvieron recogidas me detuve a contemplar todo
ese paisaje de movimiento, de agua, de sal y de espuma, agarrado al pasamanos
de la escalerilla que subía a la cubierta superior. Ricardo fue
junto a Burillo para intentar sacarle alguna imagen al radar inutilizado
por la tormenta, consiguió aclarar los contornos eliminando ruido
de fondo, pero tan excesivo que un barco de 50 metros hubiera parecido
una patera en la imagen verde de la pantalla. Poco a poco la tormenta
fue amainando y la visibilidad aumentó. Cuando el barco dejó
de brincar, Jessica salió del camarote con la cara blanca como
el papel; Iliana, todavía tumbada en el asiento de la cabina, se
sujetaba la frente con el dorso de la mano izquierda y el estómago
con la derecha, los ojos cerrados. Para cuando Ricardo dio por buena la
imagen del radar ya podíamos ver perfectamente el pantalán
del puerto, con el faro en el extremo que se adentraba en el mar.
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