Dicen que en toda “opera prima”
uno escribe sobre sí mismo de forma más o menos encubierta.
No voy a intentar llevar la contraria. Esta es la primera vez que escribo
y escribiré sobre mí mismo, de dónde vengo, dónde
estoy y qué historia tengo que contar.
Nací en la cama de mis padres, en una casa llena de conchas, caracolas
y velas, en Qaqortoq, Groenlandia. En el exterior hacía 10°C
bajo cero porque el verano estaba cerca (cuando muchos años después
pude pisar Sevilla y experimenté 44°C sobre cero me quedé
inmóvil en plena calle, al sol, bajo el poste que marcaba la cifra
sintiendo cómo, literalmente, me achicharraba. Debí hacerme
una foto). Era finales del mes de mayo de 1970.
Cuando yo era un enano la luz cargada de salitre inundaba cada rincón
de mi casa penetrando a través de gruesos cristales azules, verdes
y amarillos que mi madre usaba también como ceniceros. Mis padres
eran un poco raritos (todavía lo son) y se dedicaban, por aquel
entonces, a hacer excavaciones en el hielo para determinar datos referentes
a la última glaciación. Mi padre es químico y mi
madre bióloga. Cuando yo nací trabajaban para el gobierno
danés becados por la Universidad de Copenhague. Mi padre es español,
de Sevilla, mi madre es sueca, nació en un pequeño pueblecito
llamado Växjö, al sur de Estocolmo. Yo, como resultado, soy
alto, de ojos claros y piel morenilla. No me ha quedado más remedio
que hablar varios idiomas, hablo groenlandés desde que empecé
a ir a la escuela, español con acento andaluz, sueco y danés
como lenguas maternas, después estudié inglés y alemán
en el colegio.
Alguna vez me han comentado que podría ganarme la vida dando clases
de idiomas pero si es que alguna vez tengo que hacer algo parecido, todavía
no ha llegado ese momento. Hablo poco (eso sí, lo que digo lo puedo
decir para que lo entienda medio planeta), soy muy introvertido y me sentiría
muy incómodo hablando en público.
En estas líneas me gustaría contar un hecho curioso que
marca mi existencia.
Sucedió por primera vez cuando yo tenía diez años,
en noviembre de 1980. Volvía del colegio con mis vecinos, que son
mis amigos de toda la vida, Varaq y Naruk la lanzadora de cebos, jugando
a pisar suelo sin nieve, lo que nos obligaba a andar a saltos de un lado
a otro de la calle, cuando vimos a lo lejos que en la puerta de mi casa
había diez o quince personas mayores, entre ellos los padres de
Varaq y los de Naruk.
En el centro del corro que formaban nuestros vecinos estaban agachados,
en cuclillas, mi padre y mi madre, sujetaban un trozo de hielo de unos
treinta kilos del color verde que sólo se encuentra tierra adentro,
más allá de la isla de Qaqortoq. Pero eso no era lo impresionante,
imaginen cuánto hielo veía a diario, por cierto Qaqortoq
significa “el que tiene color blanco”. Lo realmente especial
de ese trozo de hielo verde es que dentro tenía un trozo de metal.
Desde el principio tuve claro que era un trozo de medallón, aunque
no todos opinaban lo mismo. Rompieron el bloque con un enorme machete
que teníamos en casa para esas cuestiones y un trozo de medallón
de unos cinco centímetros cayó al suelo. No estaba roto,
sino que había sido cortado adrede de la pieza original, así
que era como la tercera parte de un medallón completo. Todos estos
detalles los evoco ahora, por aquel entonces, para mis diez añitos,
aquello daba alas a mi imaginación, los vikingos, Erik el Rojo,
batallas navales. En una cara del medallón se veía, en relieve,
parte de un rostro, media frente y pelo ondulado. En la otra cara del
medallón se podía leer “rie” y debajo el número
81, o quizá fuera el 31. Tanto insistí que al final el medallón
fue para mí, no sin antes pasar por el Departamento de Arqueología
de la Universidad. No descubrieron nada interesante, tan sólo dijeron
que el número probablemente se refería a un año,
1881 ó 1831. Ese trozo de medallón, que tan popular me hizo
entre mis amigos, aún va conmigo a donde yo voy.
He acompañado muchas veces a mi madre a su pueblo, Växjö,
en la provincia de Smalånd en Suecia, y siempre que voy no dejo
de darme un baño en las heladas y tranquilas aguas del lago Helgasjön.
En una de las orillas hay un pequeño embarcadero con bancos de
madera desde los que he visto amanecer varias veces acompañado
de una adorable amiga de piel translúcida y lisos cabellos rubios
llamada Ebbe.
Una mañana, después de que el sol despuntara sobre los abetos
de la orilla opuesta, decidimos bajar al pueblo a desayunar unas deliciosas
tostadas de salmón con confitura de mora. Al pasar junto a los
postes de madera que delimitan el contorno del lago encontramos una cazadora
de cuero en el suelo, probablemente perdida por alguien. La colgamos en
el poste y continuamos de camino al pueblo. Pero el caso es que varios
días después volvimos al lago y la cazadora seguía
allí, donde la habíamos dejado. Decidimos ver si llevaba
algún tipo de documentación y cuando estábamos mirando
en los bolsillos, alguien se nos acercó por detrás y nos
preguntó que qué estábamos haciendo, que esa cazadora
era suya. Nos quedamos helados (cosa fácil en este país,
se lo aseguro). Al girarnos nos encontramos con un chico de unos veintitantos
que se dirigía tranquilamente hacia nosotros.
- ¿Qué hacéis registrando mi chaqueta? – nos
dijo un poco molesto.
- Bueno, hace días que encontramos esta chaqueta aquí y
pretendíamos hallar alguna identificación para poder devolverla
– dijo Ebbe.
El chico (qué lástima no haberle preguntado su nombre),
se quedó más tranquilo pero nos contestó:
- Gracias, muy amables, pero debéis estar confundidos porque la
chaqueta la he dejado aquí hace tan sólo un rato para dar
una vuelta en canoa.
Sin habla, nos quedamos. El chico cogió la chaqueta que yo le entregaba,
revisó los bolsillos y de uno de ellos sacó un objeto y
dijo:
- Esto no es mío.
Me entregó el objeto, nos volvió a dar las gracias y se
fue por donde había venido. Todavía se me erizan los pelillos
del cogote al recordar lo que sentí cuando examiné el objeto,
que no era otro que un segundo trozo de aquel medallón que mis
padres encontraron en Qaqortoq nueve años antes. ¿Es posible
semejante sinsentido?. Nunca le había contado a Ebbe lo del medallón,
nunca le di más importancia que la de un bonito recuerdo; pero
aquel día se lo conté. Este trozo encajaba debajo del primero,
era la parte baja del medallón, mientras que el primer trozo era
la parte superior derecha. Así que ahora se podía leer el
año: 1781. Estaba entusiasmado, abrumado, sorprendidísimo.
Tenía dos trozos de un medallón de 208 años y los
dos habían llegado a mis manos por la más sorprendente de
las casualidades.
Hasta aquí la historia parece cosa de magia, por no decir que parece
mentira; pero lo más salvaje no es esto, lo más impresionante
de todo es que hace un año, en abril de 1999, ¡encontré
el tercer trozo! (me faltan dedos para escribir más deprisa, tantas
son las ganas que tengo de contarlo). ¿Que dónde lo encontré?,
en España, en un pueblo de la provincia de Huelva llamado Isla
Cristina, en el Ayuntamiento, para ser exactos. Acompañaba a un
amigo a solicitar un certificado de residencia y mientras esperábamos
y charlábamos en el vestíbulo del edificio, estuve echando
un vistazo a unas vitrinas “marineras” donde se exponían
recuerdos que acompañaban la historia de la localidad desde su
fundación en el siglo XVIII. No tengo una explicación, ni
palabras suficientes para razonar ¡cómo demonios pude dar,
de nuevo por casualidad, con el tercer trozo del medallón!, porque
en una de estas vitrinas, sobre un suave paño granate aterciopelado
estaba el trozo en cuestión. Andrés, mi amigo de Isla Cristina
no entendía nada, yo intentaba explicarle tan deprisa toda la historia
del medallón, que perdía el hilo constantemente. Además
cuando me pongo nervioso, suelto dos palabras en castellano, dos en Sverige
(sueco) y acabo en groenlandés, con lo que la confusión
creada es todavía mayor.
El tercer trozo sigue en el Ayuntamiento de Isla Cristina, pero me permitieron
tocarlo, tenerlo en mis manos e incluso hacerme un duplicado en bronce,
que es de lo que están hechos los otros dos trozos.
No tengo suficiente espacio en estas líneas para contar la historia
completa, con todo detalle, de lo que he averiguado al respecto del medallón,
pero algo sí que puedo esbozar.
El tercer trozo, el superior izquierdo, completaba las tres letras “rie”
con otras dos: “Ma”. En el medallón ponía, pues:
Marie, 1781. Y en la otra cara, en relieve, el rostro de una mujer joven
con el cabello ondulado suelto.
A través de unos marineros muy ancianos de Isla Cristina y de Punta
Umbría pude averiguar que un pesquero encontró el trozo
de medallón atrapado en sus redes sobre 1941-1942.
A través de la Comandancia de Marina de Huelva y su homóloga
en Madrid, pude averiguar que en la zona donde solían faenar esos
pesqueros se hundieron varios barcos a mediados del siglo pasado sobre
1853-1860. Tuve que revisar la tripulación y el pasaje de estos
barcos con escasísima y muy dispersa información y lo que
saqué de todo este trasiego es lo siguiente:
La tal Marie era Marie Ezekiassen, que vivió en Godthåb (hoy
Nuuk), capital de Groenlandia. En 1781 le hicieron, quién sabe
por qué, el famoso medallón, tuvo dos hijos que embarcaron
jóvenes y de los que nunca volvió a saber nada. Estos dos
hijos, al parecer, vivieron el resto de su vida en Suecia. Antes de que
sus dos vástagos, toda su descendencia, embarcaran para no volver,
Marie, hizo tres trozos del medallón, le dio uno a cada uno de
sus hijos, y ella se quedó el tercero.
Pero lo más asombroso de toda esta historia, lo que realmente me
ha llevado a bosquejarla en estas líneas es que busqué mi
ascendencia genealógica en el Centro Histórico Nacional
de Estocolmo y ¡encontré a Marie Ezekiassen!. Marie Ezekiassen
tuvo un hijo (uno de los dos) llamado Juliahne Ezekiassen, que tuvo entre
su descendencia a Suzanne Ezekiassen; Suzanne tuvo una hija a la que llamó
Marie en recuerdo de su abuela, esta Marie (Marie Ezekiassen II) tuvo
un hijo al que llamó Jakob, que fue adoptado por una familia que
le dio su apellido: Christianssen. ¡Y este es mi segundo apellido!.
Mi nombre completo es Francisco Pérez-Christianssen. Jakob Christianssen
era mi tatarabuelo y a su vez, Marie Ezekiassen, la dueña del medallón,
era su tatarabuela.
¿Cómo llegó un trozo del medallón a la costa
sur de España?, lo ignoro.
¿Cómo es posible que mi madre encontrase el trozo de medallón
que se quedó Marie Ezekiassen, la tatarabuela de su bisabuelo,
doscientos años antes, excavando en el hielo ártico cuando
ni siquiera sabía que una antepasada suya había vivido en
Groenlandia?.
Pero, sobre todo, ¿por qué los he encontrado yo?.
Sencillamente, no lo sé.
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