Dhaka, Bangladesh, 27/10/06 23:22, 26ºC.
Aprovechando estos días de vacaciones del EID musulmán,
anteayer por la tarde se nos ocurrió hacer una excursión.
De momento no podemos salir del país porque nuestro visado es de
una sola entrada, o sea que si salimos no podemos volver a entrar con
ese visado, tenemos que sacarnos uno nuevo. Bueno, pues algo habrá
que visitar en Bangladesh, ¿no?. Después de preguntar a
la peña y de oír nombres de distintos sitios que, por su
complejidad fonética, no he memorizado, se me quedó en el
oído Cox's Bazaar Beach, que me lo recomendaron varias personas
distintas como sitio agradable y bonito. Así que el miércoles
sobre las seis de la tarde buscamos en internet cómo se podía
ir desde Dhaka hasta Cox's Bazaar, pero a la G. le entraron las prisas
y lo único que pude averiguar es que salía un tren nocturno
a las 11pm (aquí se lleva el rollito am/pm) y llegaba a Chittagong
a las 6:30am, las seis y media de la mañana, tempranito, tempranito.
Como no miramos nada más, la G. pensó que si se tardaba
tanto en llegar a Chittagong es que estaría bien lejos y que por
lo tanto (?!) Cox's Bazaar no podía estar mucho más lejos.
Se equivocaba, el tren tardó ocho horas desde Dhaka a Chittagong,
pero después nos cogimos un autobús para llegar hasta Cox's
Bazaar y tardó el animalito cuatro horas en llegar... Ya de vuelta
de nuestras vacaciones de un día he podido averiguar toda la geografía
de nuestra excursión. Para empezar Cox's Bazaar ni siquiera aparece
en el Google Earth, y si no está ahí entonces es que no
existe. El caso es que observando las fotos satélite he localizado
justo el hotel donde nos hemos quedado (21º25'25" N, 91º58'35"
E) e incluso el chiringuito donde cenamos anoche (21º25'12"
N, 91º58'47" E). En total el viaje es de trescientos treinta
kilómetros, de vuelta hemos tardado sólo una hora y diez
en un pequeño avión de pasajeros que ha hecho escala de
diez minutos en Chittagong.
Pero lo bonito y lo auténtico ha sido todo lo demás...
Cuando salimos a las seis y pico de la tarde, fuimos al Nordic Club, el
club de suecos, noruegos y daneses, los vikingos, a comprar unos sandwiches
de atún y pollo porque en casa no nos quedaba suficiente panbimbo.
Me estiré cómodamente en una de las sillas de la terraza
que hay junto a la piscina. Mientras esperábamos los sandwiches
habíamos pedido unas Heineken fresquitas, aunque, paradójicamente,
en el Nordic Club no te ponen una cerveza fría ni queriendo. Ya
era prácticamente de noche, contemplaba la mansedumbre del agua
azul de la piscina y me apartaba los mosquitos de la cara. Por las paredes
correteaban salamanquesas grandes y translúcidas croando como ranas
mutantes. Nos trajeron los sandwiches en cajas blancas de cartón
atadas con una cuerdecita en forma de cruz, como si en el interior hubiera
en realidad una tarta de cumpleaños. Saludos y más saludos,
despedidas y más despedidas a los camareros. Los bengalíes
son así, solícitos y complacientes hasta el agotamiento,
no sé analizar si se debe a doscientos años de colonialismo
inglés o la actitud proviene de algún otro rasgo de su cultura.
En la puerta del Nordic Club nos esperaba un taxi amarillo, un yellow
cab, como dicen por aquí.
Bangladesh es un país pobre, en muchos aspectos intoxicado por
la riqueza de Occidente. Dhaka, la capital, tiene el tráfico más
colapsado del planeta, sólo es posible circular fluidamente por
las noches. Nuestro taxi, como todos los demás, tenía el
parabrisas con grandes grietas probablemente a causa de alguna piedra,
aquí el asfaltado tampoco es muy bueno. La impresión general
de Dhaka siempre es “se hace lo que se puede con los medios que
hay”. Los asientos viejos y rotos, la chapa amarilla pintada y repintada
con todo tipo de pintura seudo amarilla. Abollada y arañada por
todos lados. Con un taxista sentado en el lado derecho, siempre sonriente,
como todos aquí. Vamos a la Estación Central de Kamalapur,
doscientos takas, unos dos euros con veinte.
Todo el mundo nos mira en Dhaka, somos extraterrestres venidos del espacio
exterior, pero más todavía nos miran en Old Dhaka, la parte
antigua, el corazón de la ciudad. Los blancos no suelen andar por
aquí. La estación de trenes es una construcción enorme
y abierta por todos lados, ya desde la calle, a lo lejos, veo los andenes
convergiendo en el infinito, y no es sólo una forma de expresarlo,
es que realmente los andenes son tan largos que no se les ve el final.
Es la primera vez que venimos aquí, no hay nada escrito en inglés
y aunque ya conocemos algo del idioma, el bangla, todavía no somos
capaces de leer su enmarañada caligrafía. Preguntando a
distintos hombres de chilabas, que en realidad se llaman panjabis y se
pronuncian panyabis, averiguamos dónde venden los billetes hacia
Chittagong. La playa de Cox´s Bazaar está al sur de Bangladesh,
justo en la frontera con Birmania, pero no hay trenes directos desde Dhaka,
solo hasta Chittagong. La taquilla es una habitación completamente
destartalada, con las paredes desconchadas, con los muebles viejos y gastados
por el uso, con un solo mostrador justo al entrar, tras el cual dos musulmanes
parsimoniosos nos miran interrogativos. A Chittagong, en primera clase,
compartimento de dos camas en litera. Todavía no estamos preparados
para viajar en tercera, de noche, en la más absoluta oscuridad
porque no hay luz eléctrica, con las cabras y el resto del ganado
que va a los pueblos. Son novecientos takas los dos, ida y vuelta, unos
diez euros. Nos hacen unos pequeños tickets escritos a mano y salimos
a buscar nuestro tren. Antes de ir al tren la G. decide ir al servicio
de la estación, los buscamos, están asquerositos, la G.
los usa y ahora, ya sí, nos vamos a buscar el tren. Tiene un número
incontable de vagones, realmente incontable porque, aunque lo intento,
los últimos están tan lejos y se ven tan pequeños
que es imposible distinguirlos. Uno de los hombres que trabaja en la taquilla
termina su turno ahora y también viaja a Chittagong, así
que nos acompaña hasta el tren para decirnos cuál es nuestro
camarote. Durante todo el rato que estamos en la estación, al igual
que durante los meses que llevamos viviendo en Dhaka, somos constantemente
el centro de atención de todas las miradas. Cuestión de
acostumbrarse.
Como en tantas otras circunstancias el camarote más lujoso de todo
el tren es tan austero como un monje tibetano. Todo está gastado
por el uso y el paso del tiempo, en esta ocasión me parece confortable
viajar entre esas cuatro paredes de madera oscura, bajo un ventilador
colgado del techo que funciona sólo durante un minuto y después
se apaga para siempre. La ventana tiene una mosquitera. Todo tiene una
mosquitera en este país, porque aquí los amos son los insectos.
A través de ella negociamos con los vendedores ambulantes de todo
tipo de chucherías. Curioseamos lo que hay en el camarote, las
camas sostenidas con gruesas cadenas desde la pared, los interruptores
arcaicos, el mecanismo para subir y bajar la ventanilla a tirones, mientras
tanto el hombre que nos vendió los billetes y nos acompañó
hasta el vagón está apoyado en el marco de la puerta, observando
en silencio. A eso ya nos hemos acostumbrado, en Bangladesh observan sin
violencia, sin pudor, igual que hacen los niños pequeños
ante el mundo desconocido. Tenemos cuatro sandwiches en cuatro cajas de
cartón blanco atadas con goma elástica, por la ventana hay
una mujer mendigando algo en bangla, intento comprender pero no pillo
nada, el hombre apoyado en el marco de la puerta, con su aire musulmán,
el panjabi blanco y largo, el gorrito blanco, habla algo de inglés
y dice que la mujer está pidiendo dinero para ir a alguno de los
pueblos donde parará el tren, a lo que añade que seguramente
es mentira. Le ofrezco a la mujer medio sándwich de atún,
el sándwich completo es enorme. Lo acepta sin rechistar y sigue
mendigando. En un gesto de cortesía occidental, aunque al parecer
no bengalí, le ofrezco un sándwich al hombre de la puerta
y lo acepta también sin decir nada. Me quedo molesto porque en
realidad me doy cuenta de que no estaba regalando los sandwiches, sino
que los estaba vendiendo a cambio de gratitud. Me quedo despagado y sin
comida.
Al cabo de media hora, ya con el camarote cerrado, la G. y yo conversamos
desde nuestras literas y entre frase y frase el tren se pone en marcha.
Se nota que es un animal pesado, como un diplodocus o un brontosaurio.
Aunque no la oímos, la máquina debe resoplar allá
delante en la distancia, tirando de la fila infinita de vagones. Muy lentamente
las ruedas van marcando el ritmo con cada corte de raíles, son
golpes fuertes y profundos. A medida que vamos saliendo de Dhaka la oscuridad
envuelve por completo el tren, sólo vemos algunas luces diminutas
en la lejanía. Apagamos la tenue luz del compartimento y vamos
dejando que el rítmico traqueteo nos convierta en sueño.
Ha amanecido, entra luz por la ventanilla y cierto frescor matinal, el
tren sigue en movimiento, han pasado casi ocho horas y sólo hemos
recorrido doscientos cincuenta kilómetros. El tren está
atravesando selva densa, el paisaje es absolutamente verde, no hay ni
un solo rincón que proporcione a la vista algún otro color
que no sea una tonalidad del verde. No se ven seres humanos. A la G. le
sobró comida de la noche anterior, cojo la caja blanca pero las
hormigas se me han adelantado. Intento salvar algo de comida pero me superan
en número, quito unas cuantas y aparecen cincuenta más.
Bebo un poco de agua.
El tren llega a su destino, Chittagong. La estación está
atestada de gente que nos mira, somos los dos únicos blancos en
muchos kilómetros a la redonda. Siento que seguimos en Bangladesh
pero que aquí somos más extranjeros que en Dhaka. La falta
de costumbre. Nos montamos en un rickshaw y le decimos al rickshawala
que nos lleve a un autobús para Cox’s Bazaar. La ciudad está
muy sucia, hay mucha mucha basura por las calles. También hay cuestas
y el rickshawala para de pedalear y baja para tirar del rickshaw. Al llegar
a la estación de autobuses le pago treinta takas y se pone hecho
una furia porque quiere cien. Me río mucho porque me doy cuenta
de cuán extranjero era cuando llegué aquí hace meses
y de cómo me voy enterando poco a poco de la película. Le
pago treinta y le digo que ya se puede ir contento.
La taquilla de la estación está asaltada por un enjambre
de gente que intenta cazar un pasaje, gesticulando mucho con dinero en
la mano y dando voces. Los vendedores de tickets son dos, jamás
miran a nadie, están concentrados sobre una hoja que tienen sobre
la mesa en la que se ve un plano de los asientos del autobús. De
vez en cuando, con un movimiento veloz de depredador de insectos, capturan
un billete de quinientos takas de la mano de alguien y con la misma velocidad
ponen en la misma mano un pasaje y el cambio de quinientos, a continuación
tachan un asiento en el plano del autobús. Me convierto en uno
más del enjambre y consigo cazar dos pasajes para Cox’s Bazaar.
Emprendemos viaje en autobús, ya han pasado doce horas desde que
salimos de Dhaka y hemos conseguido recorrer poco más de doscientos
kilómetros. El interior del autobús es como si fuera el
salón de mi abuela, es decir como decorado por una señora
española de cuarenta años en los años cincuenta.
El suelo tiene moqueta con floripondios, éstos también se
repiten, aproximadamente, en el empapelado de las paredes. En el techo
cuelgan ventiladores de sobremesa que van girando parsimoniosamente ajenos
a todo a su alrededor, ¿siente algo un ventilador bengalí
colgado del techo de un autobús?, nunca lo sabremos. Somos unos
veinticinco pasajeros, va repleto, el volante a la derecha y el cristal
del parabrisas roto y quebrado en una telaraña de grietas. Dios
mío qué guapos y qué guapas son todos, qué
rasgos más atractivos, ojos almendrados, labios carnosos, son todos
esbeltos aunque no altos y nunca he visto dientes más blancos y
más sanos que en Bangladesh.
El autobús tarda unas cuatro horas en recorrer los cien kilómetros
que hay entre Chittagong y Cox´s Bazaar, paramos en cada pueblo
a intercambiar pasajeros. Me encantan los vendedores de fruta ambulante.
No sólo hay fruteros ambulantes, todos los oficios posibles son
móviles en este país, zapateros, afiladores, tejedores.
Una vez nos encontramos a un hombre con una báscula que cobraba
diez takas por pesar.
Los autobuses que llegan antes a las paradas son los que más viajeros
cogen y por tanto los que más dinero ganan. Esto da una idea de
las competiciones suicidas que se forman entre autobuses para llegar los
primeros. Lo adelantamientos dobles o triples son comunes, es decir, nuestro
autobús adelantó a un autobús que estaba adelantando
a otro autobús. Los que vienen de frente normalmente se apartan.
Normalmente.
Cox´s Bazaar es un pueblo mediano con una playa de record Guiness.
La estación de autobuses es un descampado al que le tomo afecto
en cuanto lo piso. Es el ambiente campo, todo es silencio, ausencia de
ruidos molestos, se oye hablar perfectamente a todo el mundo, cuando sopla
algo de viento se oyen las copas de los árboles al moverse. Ese
silencio fagocita al ruido, lo atrapa y lo envuelve haciéndolo
desaparecer.
No puedo decir que lo mejor de París sean los parisinos, probablemente
lo mejor sean los inviernos en sus parques, sin embargo lo mejor de Bangladesh
es sin duda su gente, los bengalíes. Quizá todo extranjero
blanco sea un blanco en la acepción militar de la palabra, siempre
están dispuestos a timarnos. Pero eso es anecdótico, porque
es un país superpoblado, muy pobre, cualquier mínima riqueza
para ellos es un tesoro. Lo verdaderamente notable es la paz que emanan,
la inocencia con la que lo miran todo, como si jamás se hubieran
olvidado del niño que fueron y que de alguna forma siguen siendo.
Los hombres caminan cogidos de la mano por la calle, como hacen las parejas
de enamorados en occidente, entrelazando los dedos en un contacto muy
íntimo. Esta gente toca y se deja tocar, a mí me parecen
los seres humanos más amigables que he conocido nunca. Siempre
sonríen, como lo hacen los niños, sin esperar nada malo.
Desde la parada de autobuses al centro del pueblo hay tres o cuatro kilómetros,
vamos en rickshaw y nos hacemos unos cuantos amigos mientras los pedales
van dando vueltas. Unos jovenzuelos han terminado la carrera y han venido
a pasar dos semanas de vacaciones a esta playa. Nos hablamos de un rickshaw
a otro, de vez en cuando miramos hacia delante como si pedaleáramos
nosotros. A ambos lados de la carretera hay árboles de copas verdes
mecidas por la suave brisa que corre.
Es un pueblo pequeño, como de pescadores, de edificios bajos y
sensación de espacios abiertos, casi no se ven cables eléctricos
ni ese tipo de geografía urbana. Primero buscamos las oficinas
de la Biman Bangladesh Airlines porque no podemos emplear otras dieciséis
horas en volver a Dhaka, pero está cerrada. Buscamos la otra compañía
aérea que vuela a Cox’s Bazaar, la GMG. Sus oficinas están
en una especie de casa de vecinos, con un gran patio común lleno
de plantas y macetas, también hay un pozo con un brocal muy viejo
de piedra pintada de blanco. Mientras esperamos en la puerta de la pequeña
oficina vuelven a aparecer los chavales que hemos conocido un rato antes
en los rickshaw, están muy alterados, vienen directos hacia nosotros,
pero en realidad lo que quieren es comprar también un billete de
avión. Hablan en bangla muy deprisa y casi no pillo nada, consigo
que uno de ellos me informe, ha muerto la madre de alguien y tienen que
volver a Dhaka precipitadamente. Me parece una situación difícil
de creer, y más acostumbrado a desconfiar siempre de los bengalíes,
pero no cabe duda, esa buena mujer ha muerto de repente.
Los encargados de la oficina son unos chicos altos y sonrientes que parecen
eficaces, cosa no muy común en este país. Me piden que les
deje el pasaporte hasta el día siguiente para poder hacerle fotocopias,
pero me da mucho miedo perder ese documento imprescindible para no tener
serios problemas. Le hago mil advertencias antes de dejárselo y
me promete devolvérmelo al día siguiente en el aeropuerto.
Claro que me lo devolvió, ¡como que era el piloto del avión!.
Encontramos también un hotel, primera línea de playa. Todo
muy barato. La costa de Cox’s Bazaar está orientada al oeste,
así que vimos bonitas puestas de sol en el horizonte rectilíneo
del océano, detrás de las copas de los pinos y de las musulmanas
paseando por la playa con el burka puesto.
Por la noche cenamos en un restaurante hecho de cañas, situado
en medio de las dunas que anteceden a la playa. Supongo que algún
estrato del cerebro, anclado en épocas pasadas, agradece todo contacto
con la no-civilización. La piedra, la arena, las cañas,
comer pescado. Terminamos de cenar cuando hacía ya un buen rato
que se había cortado la luz. El suministro eléctrico en
Bangladesh no da abasto para todo el consumo del país. Volvimos
al hotel cruzando las dunas en medio de la noche, agarrados a una vela
que nos habían dado en el restaurante.
El aeropuerto de Cox’s Bazaar es como una pequeña estación
de autobuses, me recuerda al de Reus en Tarragona. El avión, de
la compañía GMG, lo recuerdo tan pequeño que en mi
memoria lo veo con hélices aunque algún tiempo después
he podido comprobar que no es así. La memoria todo lo cambia y
lo reinventa, al menos la mía. Despega traqueteando y vuela a no
más de seis mil metros, trazando la costa sur de Bangladesh desde
la frontera con Birmania hacia el norte. Mirar por la ventanilla es ver
un documental.
Cuando llegamos a Dhaka, aunque sólo hace unos meses que vivimos
aquí, siento que he llegado a casa, a mi barrio, a regatear con
los taxistas y con todo el mundo y por todos los conceptos. A no poder
ver el final de una avenida porque lo ciega la polución del tráfico
indomesticable. Al olor a armario húmedo que desprende todo en
esta ciudad, un olor que ya es propietario de aquí en mi memoria.
Si esto fuese el final de una película, probablemente la cámara
ascendería despacio mientras el taxi amarillo, destartalado, con
el parabrisas roto, se aleja y se disuelve en medio de otros cientos de
miles con nosotros en su interior, extraños pero vecinos de esta
impactante ciudad. |