Mis escasos pseudo-relatos literarios están
basados más o menos en la realidad, en cosas que me han pasado
y que yo, con el ramalazo de mala leche que me caracteriza, decido exagerar
un poco o un mucho para que sea más gracioso o dé menos
pena.
Lo que ahora voy a contar no quiero exagerarlo. Lo intentaré, lo
prometo, aunque cuando sepáis de qué va, sabréis
que es difícil resistirse. Sé que todos hemos vivido una
situación parecida o prácticamente igual alguna vez...
Situémonos en el espacio-tiempo: fin de semana, Los Arcos multicines,
sesión golfa (hora de las brujas aproximadamente). Película:
El caso Bourne.
Isa y yo habíamos decidido que era una buena opción eso
de ir al cine. El dolor de hígado nos duraba desde la semana anterior,
y unas horas alejados de nuestro bar de cada día, amén,
nos sentaría a las mil maravillas. Claro que el hígado nos
pidió algo para el mono y nos fuimos a cenar a un mexicano, con
todo su pique y toda su cervecita refrescante.
Con la panza llena y el ánimo jovial por estar juntos y lejos de
esas horas confusas por el alcohol (para mí, no para ella, que
lo recuerda todo), en el cine, vamos, levamos anclas y nos dirigimos a
nuestra sala de proyección.
Un autobús tiene más espacio y es más cómodo,
pero bueno, no había mucha gente y la película parecía
(sólo parecía) ser entretenida.
Como nos pusimos púos de mexican food, prescindimos de palomitas
y otros inventos comerciales de plástico azucarado.
Yo, lo reconozco, soy muy impaciente con la gente en el cine, y al mínimo
ruido o comentario, me pongo de los nervios y empiezo a parecer un tigre
en una jaula. Pero mira por dónde todo el mundo, en cuanto se apagó
la luz (y esto es un fenómeno bastante curioso y digno de estudio),
se calló la puta boca y empezó a rumiar. Perfecto, pensé.
Habían transcurrido apenas unos minutos de película cuando
entraron en la sala cuatro individuos. Tres individuos y una individua,
para ser exactos.
A gritos (ya empezamos) se preguntaban los unos a los otros que dónde
estaban sus asientos.
Primer análisis: por su forma de expresión, fonética
y audaz vocabulario, por su vestimenta discotequera, gorra Nike y gafas
de sol, eran de la tribu urbana denominada: Yonis.
El cine estaba a mitad de aforo y justo en medio había una fila
de cuatro butacas que, efectivamente, eran las suyas. Ajenos a esta singular
pista, y a que pasaron tres kilos de la yoni, que gritaba que sus asientos
eran en la fila diez, decidieron sentarse en el primer sitio que vieran.
Mi perdición, claro.
Como no, se sentaron justo a nuestras espaldas.
Yo miré a Isa y ella me cogió la mano, la acarició
y me dio sosiego en esos momentos tan delicados.
Una vez sentados, acomodadas las rodillas en mis riñones y sacada
la bolsa de pistachos... ¿¡Una bolsa de pistachos!? Se dedicaron
a masticar, gritarse el uno al otro lo chula que era la peli y otras sandeces
que no vienen a cuento.
La yoni no pillaba el argumento y le gritaba a uno de sus camaradas que
se lo explicara. Y tanto. Se ve que el otro maromo ya había visionado
el film y le iba contando a la yoni y al resto del cine, por extensión,
cada escena que estaba a punto de desarrollarse en la pantalla.
Isa, aguantaba mis miradas de odio y vergüenza ajena, y seguía
cogiendo mi mano y tranquilizándome.
La zorra de la yoni de los cojones no paraba de engullir pistachos (hacen
muchísimo ruido al estrellarse contra el suelo de una sala de cine).
Era una pesadilla, porque le gritaba al otro que ella no se enteraba de
una mierda, que el muchachito era mu guapo y que se asfixiaba porque estaba
resfriada, todo ello en estos términos:
Killo tío, pero ahora que ha pasao, tío? Y ese quiene e?
(rumia que te rumia pistachos). Ah, po es taco de wapo er chavalito. Aaaaaaaag,
ostia tío, me afisio taco, tío, (ruido de pistacho chocando
contra el suelo). Estoy chunga del resfriao, tío!
Los otros dos yonis que hasta ahora habían pasado desapercibidos
entran en acción. Tengo que romper una lanza a favor de uno de
aquellos energúmenos y decir que, aunque no puedo decir cual, uno
abogaba por que sus compañeros se callaran de una vez y dejaran
al resto de la sala ver la película en paz. En estos términos
aproximados:
Killo tío, callarse ya, tío, que la peña quiere
ve la peli, tío...
Escaso o nulo interés hacia esas palabras por parte de la zorra
yoni, y otro pistacho al suelo.
El yoni modoso pidió en ese momento la botella de vodka con naranja
y yo le supliqué a Isa que nos trasladáramos a los asientos
que ellos habían dejado libres, pero no pudo ser. Sus asientos
estaban demasiado cerca de la pantalla para el cuello y cervicales de
cualquier ser humano y no era plan de morir como dos conejos por culpa
de los yonis. Total, que gracias a la santa paciencia, y los cariñitos
que me hacía Isa, pudimos terminar de ver la película (con
horas de adelanto, porque entre la trama que se ve venir de lejos y el
parte metódico del yoni cinéfilo, la película se
hizo la mar de corta).
No quiero olvidar, ni puedo, que llevo unos meses sin fumar, y en ese
estado se está especialmente atento a cualquier olorcillo a tabaco,
a humo, a sutiles aros de humo azul, embriagador y placentero. Como ven
lo llevo muy bien. El caso es que en el cine, tanto si fumas como si no,
da el cante taco que alguien encienda un cigarrito, coño.
Por supuesto, después de los pistachos, y con un cubatita de vodka
con naranja o destornillador, pega que te cagas un cigarrito. Ole tus
huevos, niño!
Total, una auténtica pesadilla.
A todo esto, la película va de un nota que se le va la olla y
no se acuerda de que es James Bond, y al final se lía a partir
brazos y repartir ostias a diestro y siniestro (rumia que te rumia pistachos).
Se enamora de la yoni y montan un telepizza con sus vespinos y todo. Inolvidable.
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