El día que nací, supongo que
la conjunción de Marte con Júpiter estaría de capa
caída, o por decirlo en términos políticos, las relaciones
bilaterales entre ambos astros no avanzaban según los acuerdos
establecidos. Con esta parrafada quiero decir que tengo muy mala pata,
que es un eufemismo del siniestro total con patas que estoy hecho. Ya
mi madre me lo decía el día de mi primera comunión:
“Hijo, es que hay gente que nace con estrella y otros que nacen
estrellados, y por favor, sácame el pie del cubo de la fregona
que mira cómo te has puesto el pantalón de marinerito”.
Entre los avatares que me han tocado vivir, en este vía crucis
que algunos se empeñan en llamar cotidianeidad, otros, perra vida,
lo mío ha sido un tropel de situaciones absurdas, harto peligrosas
y, en resumen, de lo más esperpéntico y, si cabe, surrealista.
Dicen que nacemos para aprender una serie de errores que hemos cometido
en otra vida, y esa teoría, tan hermosa en su concepción,
está siendo para mí poco gratificante hasta la fecha –los
de mi condición nos empeñamos en creer que más bajo
no se puede caer, pero hijo de mi vida, se cae-. Supongo que en otra vida
tuve que ser un cabronazo de aquí te pillo, aquí te mato
... O cura, que nunca se sabe.
La vida me ha llevado a desempeñar los trabajos más dispares,
poco remunerados y, en definitiva, rastreros, que ningún hijo de
vecino, ladilla o cucaracha se podría merecer.
Uno de los primeros trabajos que desempeñé fue el de cocinero.
Trabajo muy gratificante, por su exquisitos aromas y suculentos manjares,
para aquellos que allí sus conocimientos culinarios desarrollaban,
hasta que entré en sus vidas. Exactamente duré ocho horas
en la sencilla tarea de poner en ebullición el caldo de las paellas.
Lamentablemente mi ángel de la guarda tenía que estar en
huelga de alas caídas o borracho, y la intoxicación de cincuenta
clientes no fue ninguna broma. Aparte que el posterior incendio de la
cocina fue un largo y tormentoso desacuerdo con la aseguradora. ¡Nadie
me advirtió que había que apagar el hornillo, y nadie, como
digo siempre en mi propia defensa, me dijo que aquel ingrediente no era
sal fina y común, sino insecticida mata-hormigas! No sé
si muy efectivo para este último menester, cuanto para dejar postradas
a cincuenta personas durante una semana en cualquier antro que el gobierno
se atreve a denominar sanatorio.
Un día tuve la suerte, palabra poco utilizada en mi vocabulario,
pero que he tenido a bien utilizar en el contexto, de que el Excelentísimo
Ayuntamiento me llamara para realizar la sencilla tarea de representante
de la administración en las pasadas elecciones generales. Fue una
experiencia de lo más frustrante, porque algo se trabó en
el escrutinio, para más información, los datos por mí
facilitados al final de la jornada, ya que en vez de mandarlos al centro
de recogida de información, los mandé a: “ Bar Pepín.
Salón de celebraciones, bautizos, bodas, comuniones y comidas de
empresa. Sita en la calle Santa Regla nº14.” Por otra parte,
muy buenos caldos, sí señor.
En otra ocasión, haciendo encuestas por las calles de esta bien
amada y sufrida ciudad, volví a hacer gala de mi mala suerte. Fui
abducido por dos andobas alienígenas cuya procedencia, a pesar
de que tuvieron a bien facilitármela con el noble propósito
de enriquecer mi limitada cultura general, no recuerdo. Me quitaron los
dos bolis Bic Naranja, todos los impresos, trescientas veinticinco pesetas,
un paquete de Ducados, una estampita de San Judas y mi orgullo, herido
y lacerado por la desagradable experiencia sideral.
Fue entonces cuando decidí darme un respiro. Una semanita sabática
en la casa que un amigo mío tiene, muy recoleta, junto al mar.
No cumplí mi propósito porque en el periplo, el dichoso
autobús se plantó, se rindió y, en definitiva, descacharró
irremediablemente a la altura de Utrera (muy buenos los mostachones).
Y como se me había cortado de muy mala manera mi actitud turista,
cogí un taxi y me volví a la ciudad, no sin antes abonar
los excesivos honorarios –5.000 ptas.- y no quiero ni acordarme
del coñazo que me dio el jodido taxista con el Fary, patrón
del gremio.
Al llegar a casa se me había muerto el gato. Me dijeron que de
una intoxicación aguda sin determinar. Yo aún sospecho de
doña Frasca, vecina del 2º dcha., muy aficionada a otros animalitos,
sus hijos, y bien conocida por todos su animadversión hacia los
felinos, sobre todo hacia el pobre Felipe, que no hacía otra cosa
que cumplir con sus instintos cuando dio buena cuenta del canario que
ella tanto mimaba y que yo tanto odiaba. No veas la paliza que me daba
todos los días a las siete de la mañana con su despiadado
trino.
Pero bueno, la vida da más vueltas que un paleto en un aeropuerto,
y hubo un destello de esperanza el día que inauguré mi propio
negocio. Con una buena dosis de ilusión, y como no, de dinero,
emprendí un camino que en un principio se me antojó novedoso,
interesante y lucrativo, para convertirse luego en anodino, frustrante
y pelmazo.
Para empezar no tuve mucho tino en eso de abrir una mercería justo
al lado de El Corte Inglés, más avezados que yo en estos
menesteres y con un capital harto superior al de mi modesto bolsillo.
A la semana de no comerme un pimiento, me abrieron la persiana de seguridad
como si fuera una lata de anchoas (mucho medio técnico y muy poca
vergüenza es lo que tenían estos bandoleros). La policía
se puso en contacto conmigo de madrugada. Exactamente a las cinco de la
mañana, hora intespectiva donde las haya y me citó para
que acudiera ipso facto al lugar de los hechos, o sea, mi tienda. Un exhaustivo
registro del interior por parte de los agentes, dio como resultado el
siguiente balance: sustracción de pesetas 1.425 junto con la caja
registradora; dos pares de medias Filo d’oro ,recién llegado
el pedido, fíjate tú qué pena, coño; tres
madejas de lanas color sepia; seis pares de braguitas Fantasía
de Marie Claire; la foto del rey que tenía colgada en la trastienda
,digo yo que serían cacos monárquicos, y Manoli, mi maniquí
(depravados).
Personalmente, me atrevo yo a opinar que, además de haberse equivocado
lamentablemente de comercio –en El Corte Inglés tienen de
todo- se llevaron género con muy poca salida (¡que me lo
digan a mí!) y que seguramente fuera regalado a alguna amiguita
o putón verbenero, que no es gente ésta con demasiados remilgos
a la hora de entablar relaciones maritales.
Como decía al principio de este relato, yo pensaba que más
bajo no se podía caer ...¡no ni “ná”!
Al día siguiente, apenas hube llegado a la puerta de mi establecimiento,
me percaté de la humareda que salía del piso de arriba.
Ardió todo el inmueble. Los vecinos se quedaron en la puta calle
y yo, también. ¡Qué forma más exagerada de
arder, por Dios! Lo llegan a hacer queriendo y no les sale una fogata
tan apañada y espectacular.
Decidí entonces, más a fuerza de intentar cambiar mi puñetera
mala suerte que otra cosa, ampliar horizontes y trabajar en una gran multinacional.
Hombre, el trabajo en el McDonald’s no está tan mal, los
hay mucho peores -lo sé de buena tinta – pero llevo gastado
un pastón en antiácidos y bicarbonato (es que nos dejan
la comida a mitad de precio y no es cuestión de ir de sibarita
con la coyuntura económica que atraviesa el país). Por otro
lado, el uniforme me queda de lo más mono.
Por el momento, esto es todo cuanto me da para contar en cuatro folios
por una sola cara (que me parece una medida muy ecológica y acertada
puesto que hay que ahorrar) pero haber, hay mucho más, no crean.
Y nada, no les deseo suerte al resto de los concursantes porque estoy
a dos velas y porque, créanme, no les serviría de nada que
un menda como yo se la deseara. Sin más, reciban ustedes un saludo
(como me pille el gerente en su oficina escribiendo mis memorias me quedo
sin curro). Atentamente, un amigo.
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