El viaje de vuelta

Amada mía, mañana se terminan estas vacaciones que han sido inesperadamente maravillosas. Cuando esta noche te he dejado en la puerta de vuestra casa alquilada, me he quedado abajo, cerca de la esquina de tu calle, apoyando el pie en la pared y mirando embobado la luz que salía por las ventanas. Tú estabas ahí dentro y parecía que el corazón se me iba a salir del pecho de pensar en ti, en tu nombre, en el olor de tu cuello cuando nos hemos abrazado durante estos días mágicos.

No podré olvidar la noche que pasamos en el jardín de atrás de la casa de nuestro amigo César. El césped estaba alto y las estrellas lo estaban aún más, diáfanas, blancas, brillantes, azuladas.

No podré olvidar las horas que pasamos en aquella tumbona, el peso de tu cuerpo echado de espaldas sobre el mío, mientras el firmamento nos servía de acompañamiento silencioso y nos contábamos quiénes éramos. Me parece increíble que tan solo haga un mes que nos conocemos.

Puede que sea manido decirlo así, pero te quiero más de lo que nunca pensé que querría a alguien.

Sé que podemos estar en contacto cuando nos marchemos de aquí, lo sé, pero también sé que eso no sirve de nada. No podemos inventarnos el amor, no podemos inventarnos la pasión y desde luego no podemos no estar donde tenemos que estar, donde podamos amarnos. Parece que esta playa donde nos hemos conocido podría ser un sitio al que podríamos mudarnos y empezar una vida juntos, pero si no fuera este sitio quizá podría ser otro. ¿Te imaginas vivir en Tailandia por ejemplo? Dicen que allí siempre es verano, je, je.

Sé que nada es fácil, que nuestras familias nos pondrán mil pegas, pero también sé que al final tendrán que ceder, no hay empresa más loable que la de elegir por amor. Si insistimos lo suficiente, ¡lo conseguiremos!

Te mando un beso, amada.

Ojalá podamos volver a vernos muy pronto.

Tuyo, Gabriel.

 

Amado mío, estoy segura de que tú también me vas a escribir una carta de despedida en esta última noche. Tengo la sonrisa en la boca y no se me quita.

Por otra parte estoy triste, no me gusta la idea de que nuestros coches mañana vayan trazando una V en el mapa, de viaje, de vacío, de volver, no de victoria.

Quiero agradecerte la dulzura con la que me has tratado. Me late el corazón muy fuerte cuando me acuerdo de la tarde que estuvimos en las dunas viendo la puesta de sol, aunque en realidad ella era la invitada a nuestra reunión, porque nos sentamos el uno frente al otro. Sí, la puesta de sol sucedía allá al fondo del horizonte y la mirábamos de vez en cuando girando la cara, pero preferimos mirarnos a los ojos y sonreír. Me late el corazón muy fuerte, como te digo, al acordarme de tu mano grande acariciándome la mejilla.

Te has portado como un caballero. Podríamos haber tenido sexo, en varias ocasiones tuvimos la oportunidad, pero a mí no me pareció lo adecuado y sin que hiciera falta dar más explicaciones tú entendiste. Me has conquistado con tu elegancia, tu fuerza y tu dulzura.

No sé qué vamos a hacer a partir de pasado mañana. ¿Dejaremos que el tiempo apague esta llama? ¿Nos escribiremos unas pocas cartas hasta que ya no sintamos el amor necesario para escribir la siguiente? Soy toda dudas (como has podido comprobar en este mes inolvidable).

¡Haz de caballero de nuevo!, ¡ven a buscarme a lomos de algún corcel y compartamos todos nuestros días, tardes, noches y amaneceres a partir de ahora!

Qué loca. Me has vuelto loca. Voy a dejar de escribir ya porque se me sale el corazón por la boca.

Te amo.

Un beso muy fuerte.

Toñi.

 

— Papá, ¿te encuentras bien?— preguntó Luisa desde el asiento del acompañante.

— Sí, hija, claro que me encuentro bien— respondió su padre, Gabriel, desde el asiento de atrás—. ¿Por qué lo dices?

— Porque llevas todo el viaje muy callado.

— Lo que le pasa es que está enamorado— dijo Diana con voz cantarina sentada a su lado.

— Qué lista eres, bandida— respondió Gabriel sonriendo y acariciando con dulzura el mentón de su nieta.

Salir a navegar

Tod mira la previsión meteorológica en la pantalla del ordenador. Mañana hará buen tiempo. Hay una pequeña borrasca mar adentro, pero está muy lejos de la costa.

Por la ventana abierta ve el pantalán del puerto meciéndose rítmicamente. Las embarcaciones amarradas producen un suave chapoteo y una brisa cálida entra en la habitación.

Para salir a navegar con motor, una vez que se entra en el barco por la popa, hay que levantar la tapa del suelo para comprobar que la parte del habitáculo donde están los dos fuera borda no está inundada ni tampoco pierden gasoil. Después hay que cruzar las puertas del camarote de cubierta y a la derecha, justo tras los cristales parabrisas, está el timón, que aunque parece un volante de coche, hay algo de sacrilegio en llamarle volante, así que es el timón.

Hay dos llaves para arrancar los dos motores fuera borda. Antes de arrancarlos hay que dar una vuelta por la cubierta y comprobar que el barco podrá salir sin dificultades de su amarre. Que las defensas están en su sitio y a buena altura para que al rozar con los barcos de los costados no se dañe ninguno.

Entonces hay que decirle a Sancho, el muellero, que desate los cabos de las cornamusas del pantalán mientras se arrancan los motores.

El primer petardeo suelta una nube negra de gasoil quemado que huele a gloria. Es el olor de los viajes, de las aventuras, del trabajo duro, de los pesqueros que van a África, de los trabajos que comienzan antes del amanecer, cuando la mayoría del mundo está aún dormido.

Sancho, que tiene la piel tostada, la barba canosa y áspera como puercoespín y los pantalones siempre arremangados, saludará mientras lanza los cabos sobre la cubierta de popa con la precisión de un jugador de la NBA. Sus manos son tan duras que puede abrir un botellín de cerveza metiendo el pulgar bajo la chapa y lanzándola por el aire con un gesto seco.

Después hay que empujar suavemente hacia arriba las palancas de potencia que están a la derecha del timón y un remolino de agua espumosa se revolverá tras la popa del barco mientras la proa comienza a salir del atracadero.

Una vez que el barco esté enfilando la bocana del puerto, habrá que encender el plotter, el radar y la emisora. Habrá ruido de estática cuando el práctico avise que el Trueno III está saliendo y las pantallas electrónicas de los otros aparatos muestren los mensajes de inicio.

Pasada la bocana, aunque sea un día tranquilo, el mar comienza a ser mar de verdad y no la calma chicha del puerto.

Tod espira por completo el aire de sus pulmones como si sus pensamientos hubieran llegado a un punto y aparte y comienza a escribir en la pantalla del ordenador:

«Papá, mamá, sé que no va a ser fácil, pero quiero salir a navegar. Ricardo me ha dicho mil veces que puedo ir en su barco cuando yo quiera y creo que ya quiero».

Entonces mueve su pupila y el dispositivo de seguimiento ocular que tiene instalado en su silla de ruedas hace que la flecha del ratón se desplace hasta el botón de enviar y, tras un rápido pestañeo, lo pulse.

La tempestad

El mar saltaba en colores de piedras: basaltos, malaquitas, granitos, colores oscuros. Estábamos en medio de la tempestad, Ramón al timón, Jenny desmayada en el camarote interior, Cecilia desmayada en el camarote de cubierta, justo detrás del asiento del timonel, Felipe y yo luchando en la popa contra las rachas de lluvia huracanada, helada, que nos calaba hasta los huesos, dejándonos la ropa pegada y pesada sobre la piel. Felipe me gritaba instrucciones para desenganchar las cañas instaladas en largos tubos de acero, recoger rápidamente el hilo, aguantando el poderoso carrete para pescar piezas de hasta ciento cincuenta kilos, de tal forma que no girase más aprisa que el hilo que sacaba del mar. Antes había que apretar el embrague lateral para impedir que la fuerza de las corrientes tirase del sedal más que el propio carrete.

El barco escoraba peligrosamente en todas direcciones, porque las olas habían dejado de atacar solo en un sentido, y la superficie del mar se había convertido en una formación de enormes colinas agitadas y espumosas sobre la cual el barco brincaba, insignificante frente a la fuerza incontrolable de la tempestad. El cielo se había oscurecido como si fuera a caer la noche, la visibilidad se había reducido a trescientos metros, una densa niebla cubría el resto. Íbamos descalzos, la superficie de teca de la cubierta de popa impedía que resbalásemos cada cinco segundos. Hablábamos a gritos, los motores rugían, el mar rugía, el cielo reventaba en truenos que hacían vibrar los cristales de las ventanillas. Los músculos de los hombros empezaban a quemar por el esfuerzo ininterrumpido de tirar de las cañas, de los hilos, de agarrarnos donde podíamos. Ramón, desde el interior del camarote, aferrado al timón, nos gritaba que el radar estaba en blanco, señal inequívoca de que nos hallábamos en el centro de la tempestad. El peligro de seguir avanzando es que podíamos empotrarnos en el costado de un petrolero sin verlo siquiera. El peligro de parar los motores era que la tempestad podía arrastrarnos durante horas hasta que descargase toda el agua de las nubes. Girando la cabeza por encima de mi hombro izquierdo, le grité a Ramón, sin soltar el hilo de la caña que estaba recogiendo, que subiese el volumen de la emisora, por si algún otro barco nos veía a nosotros antes que nosotros a él. El GPS funcionaba perfectamente, así que sabíamos que nuestro rumbo era cuarenta y cinco grados y que a menos de veinte millas estaba la costa, puerto seguro, aunque por la emisora avisaban que era imposible amarrar porque las olas de cuatro metros rompían furiosamente contra el pantalán e impedían la entrada suave de cualquier embarcación. Dos de los aparejos que teníamos en el mar eran dos curris de cinco céntimos atados con goma elástica a los soportes de aceros de las cañas, y sorprendentemente, ambos traían presa, dos bonitos de kilo y kilo y medio, mientras que las poderosas cañas no habían pescado nada. Los peces saltaban sobre el suelo de madera, en medio de las ráfagas de lluvia. Teníamos que quitarles los anzuelos y echarlos en la nevera portátil donde había seis o siete piezas más.

Antes de embarcar, por la mañana temprano, yo desayunaba unos cereales y un café con leche, sin contar con que el café con leche es pésimo para navegar y con que se adelantaba la hora de salida por el peligro de temporal. Así que me subí al barco tragando el último sorbo del desayuno. A los cinco minutos ya estaba el café con leche y los Special K de Kellogs en el fondo del Mediterráneo, y eso que el mar estaba calmo entonces, pero pasé los primeros minutos de navegación leyendo las instrucciones del plotter para enseñarle a Ramón cómo calcular la distancia desde la posición del barco a un punto cualquiera. A continuación llegó un mensaje al móvil y cuando intenté responder me vino la primera arcada. No me gusta vomitar pero también sé cuándo es inevitable, así que me asomé por la borda de estribor y eché el desayuno, la cena de la noche anterior y una lenteja que tenía atascada desde hacía un mes. Me enjuagué la boca con agua salada y se acabó el malestar.

Sin embargo en medio de los tremendos vaivenes de las olas, del ruido, del viento, de la lluvia, me encontraba a mis anchas. Me sentía pequeño, insignificante en medio de tal despliegue de poderío, de fuerza arrolladora, pero era como si el mar estuviera haciendo lo que tenía que hacer, la tormenta su parte y yo la mía. Me sentía parte de la naturaleza que me envolvía y que podía tragarme sin ser consciente de que me tragaba.

Cuando las cañas estuvieron recogidas me detuve a contemplar todo ese paisaje de movimiento, de agua, de sal y de espuma, agarrado al pasamanos de la escalerilla que subía a la cubierta superior. Felipe fue junto a Ramón para intentar sacarle alguna imagen al radar inutilizado por la tormenta, consiguió aclarar los contornos eliminando ruido de fondo, pero tan excesivo que un barco de cincuenta metros hubiera parecido una patera en la imagen verde de la pantalla. Poco a poco la tormenta fue amainando y la visibilidad aumentó. Cuando el barco dejó de brincar, Jenny salió del camarote con la cara blanca como el papel. Cecilia, todavía tumbada en el asiento de la cabina, se sujetaba la frente con el dorso de la mano izquierda y el estómago con la derecha, los ojos cerrados. Para cuando Felipe dio por buena la imagen del radar ya podíamos ver perfectamente el pantalán del puerto, con el faro en el extremo que se adentraba en el mar.

Ya en tierra, no paraba de pensar que podría haberme caído por la borda mientras les quitaba los anzuelos de cinco céntimos a los bonitos, con lo fácil que hubiera sido cortar el sedal.